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Catástrofe en Haití

La falta de ayuda transforma la angustia en ira

La dificultad para operar en el aeropuerto de Puerto Príncipe y la falta de medios para distribuir alimentos y medicinas aumenta la desesperación de los supervivientes

Al parecer están aquí, pero no han llegado. Dicen que unos bomberos han rescatado a unos niños con vida de entre los escombros, y debe de ser verdad, pero uno puede recorrer durante cinco horas la ciudad destruida sin encontrarse ni un rastro de ayuda internacional. Dicen que sí, que en el aeropuerto de Puerto Príncipe ya hay muchos aviones con víveres y alimentos, costosos equipos de comunicaciones y la mejor voluntad del mundo, pero nadie se ha acercado a ayudar a Louise, que busca a su marido y a la esperanza que aún guarda entre los escombros. Ni a Malen, que dirige un hospital que hasta el día del terremoto tenía más de 100 médicos y ahora sólo dispone de 20 y un número que ni ella sabe de enfermos. Ni a Lionel, que confunde al periodista con un médico y le implora un calmante para el dolor de su pierna amputada. Ni, desgraciadamente, nadie ha llegado a tiempo a Haití para ayudar a Antoine... Aunque también es verdad que cualquier ayuda para él llegaría ya definitivamente tarde.

Lionel implora un calmante para el dolor de su pierna amputada
Antoine tendrá que pagar para enterrar a su hijo o tirarlo en una fosa
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Antoine llega al cementerio de Puerto Príncipe a eso del mediodía, cuando el sol ya está en todo lo alto y el olor a descomposición lo inunda todo. Trae el cadáver de su hijo de siete años para darle sepultura. Ha caminado durante una hora, utilizando un viejo pupitre del hijo como camilla y una sabana raída como sudario. Antoine quiere enterrar a su niño con sus propias manos, y para eso dispone de un palustre y de dos ramitas de hierbabuena en los orificios de la nariz. Pero los sepultureros le cierran el paso. Le dicen que tendrá que pagar unos centavos o tirar a su hijo en una de las muchas fosas comunes de la ciudad.

A Antoine le puede la rabia. Enseña su palustre en señal de lo que puede llegar a hacer un hombre desesperado y finalmente consigue entrar en el camposanto con su hijo muerto. De camino a un trozo de tierra libre tiene que pasar junto a cadáveres que nadie se preocupó de enterrar. Antoine se pierde llorando por un paisaje de espanto.

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No muy lejos, Louise busca a su marido entre los escombros del Palacio de Justicia. El edificio se ha venido abajo por completo. Sólo queda la estatua de un tal Guy Malary y la placa que da fe de que en 1993 fue asesinado por defender la democracia y la justicia. Nada más. Louise cuenta que su marido era juez, tenía 44 años y tres hijos, uno de ellos de ella y los otros dos nacidos de otras relaciones simultáneas. Lo demuestra contando que su hija de 14 años tiene otra hermana de la misma edad pero de distinta madre. "Aunque yo me encargo de todos", aclara Louise en medio de la pena. Hay testigos que vieron a Jean Cloude Rigueur, que así se llamaba el juez, entrar en el edificio minutos antes del terremoto. Ya no salió. El caso es que Louise no sólo lo busca desesperadamente para darle sepultura, sino por algo más: "Cuando él salió de casa llevaba en el bolsillo los visados de mis hijos para entrar en Francia. Esos visados son el futuro de ellos. Tenemos que encontrar a mi marido. En su traje están los visados".

De camino al estadio nacional, convertido en improvisado sanatorio, hay que pasar por una calle donde se amontonan los cadáveres abandonados. Uno de ellos fue abandonado encima de un colchón, apenas tapado por una sábana sucia. Como otros muchos, tiene los brazos abiertos e hinchados. Otro es por fin cargado en una carretilla y un tercero es trabajosamente acarreado por sus familiares sobre el somier de una cama vieja. Ése y no otro sigue siendo el paisaje de Puerto Príncipe. Un paisaje que en las televisiones y en los periódicos aparece amputado porque le falta el olor insoportable a muerte y el calor asfixiante.

Y un paisaje que ayer, conforme fue oscureciendo en Puerto Príncipe, se fue volviendo aún más preocupante. Porque, una a una, la historia de Antoine, la de Louis y la de los enfermos que siguen esperando un calmante en el hospital que dirige Malen, se fueron sumando a otras cientos de miles de historias de dolor e impotencia hasta conformar una sensación generalizada de indignación. La ayuda no llega. Y ante la falta cada vez más acuciante de agua, alimentos o electricidad, los vecinos temen que grupos de delincuentes -los 5.000 reclusos de la prisión del centro lograron escaparse al desplomarse los muros- aprovechen para imponer su ley.

Aunque durante la mañana de ayer, la palabra pillaje fue utilizada con desmesura -¿es pillaje amañársela para que un pollo se acerque a la reja de una casa abandonada y meterlo luego en un saco en una ciudad donde no hay comida ni agua? ¿Es pillaje esperar a que uno de los guardias que custodian el supermercado más grande de la ciudad se despiste para trepar luego entre sus ruinas en busca de un cartón de leche?-, por la tarde las cosas empezaron a ponerse más feas. Desde el centro de la ciudad llegaron noticias de algunos enfrentamientos, incluso de tiroteos, entra la policía y bandas de jóvenes que intentaban forzar algunos comercios.

El dolor y el miedo de los primeros días -el periodista no ha visto a ningún niño sonreír desde que llegó al país- se van convirtiendo progresivamente en indignación y rabia. Una rabia mansa todavía, a la que todavía le puede más la resignación de este país acostumbrado a las desgracias. La rabia de una mujer joven acampada con su hija frente a la ruina del palacio presidencial, apenas cubiertas del sol por un trapo. Responde a las preguntas de rigor, ¿dónde le sorprendió el terremoto?, ¿perdió a algún familiar?, ¿cuál es su nombre?, pero luego, cuando ve que eso era todo, pregunta con un tono incipiente de rabia: "¿Eso es todo? ¿Sólo querían hablar? ¿Cuándo vendrá alguien que no sólo quiera hablar, que nos traiga un poco de ayuda?".

No se sabe aún. Al parecer, la ayuda internacional ya está aquí, incluso algunos bomberos llegados de un país lejano se han arriesgado entre los escombros y han logrado sacar con vida a un par de niños que se negaban a morir, pero la inmensa mayoría de los vecinos de Puerto Príncipe no tiene aún una prueba palpable de que el mundo vaya realmente a llegar en su auxilio. Sentada no muy lejos de un cadáver que se descompone sin que nadie se lo lleve para enterrarlo, una joven con mascarilla escucha una emisora de radio que habla precisamente de la misma ayuda que no se ve en las calles. Y también ella, cada vez más indignada, repite la pregunta que sigue corriendo por Puerto Príncipe, al principio como una plegaria y ya como un reproche: "Oiga, señor, ¿cuándo van a venir a ayudarnos?".

Escenas de pillaje en un edificio derruido de Puerto Príncipe.
Escenas de pillaje en un edificio derruido de Puerto Príncipe.AP
Varias personas pugnan por comprar pan.
Varias personas pugnan por comprar pan.EFE

Cruz Roja rechaza las fosas comunes

Los cadáveres de las víctimas del terremoto ya han comenzado a ser enterrados en fosas comunes tras pasar 72 horas a la intemperie. Algunos camiones y rancheras se dedican a recoger los cuerpos alineados en las calles de la capital para luego depositarlos en una fosa común del cementerio Carrefour Academie, en el acomodado barrio de Petion Ville.

La recogida, de una lentitud exasperante, comenzó después de las numerosas quejas de muchos vecinos por el hedor que desprenden los cadáveres a la intemperie. Los cadáveres de adultos y niños apenas iban cubiertos por sábanas blancas en la parte trasera de los vehículos. Las autoridades haitianas calculan que más de 7.000 personas ya se hallan enterradas en fosas comunes.

Sin embargo, el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) desaconsejó ayer el entierro de cadáveres en fosas comunes. "La eliminación de los cadáveres en fosas comunes o la cremación deben evitarse a toda costa, ya que sería imposible identificar los cuerpos e informar después a las familias. Si hay falta de espacio para almacenamiento, el entierro temporal de los cuerpos puede ser una solución", explicó Ute Hofmeister, experta forense del CICR.

El CICR aconseja que las personas fallecidas en Haití por el terremoto sean enterradas temporalmente hasta que los cuerpos sean identificados para informar a las familias. En este sentido, señaló que aportará toda su experiencia forense junto con las organizaciones sobre el terreno para desarrollar esta tarea delicada.

La institución humanitaria espera en las próximas horas un avión con unas 3.000 bolsas para cadáveres.

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