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Columna
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El fin de Oslo

Es falso afirmar que la elección de Hamás arruina el proceso de paz. Aparte de los diplomáticos porque es su obligación, sólo hablan en serio de negociación en Palestina los que confunden paz con rendición de un bando y victoria del otro. Pero ocurre que, pese a todos sus triunfos militares, Israel no ha logrado ganar la guerra porque los palestinos no se resignan, cualquiera sea el precio, a la derrota. Y la victoria de Hamás en las legislativas palestinas es la expresión más directa de esa realidad con una notable nota al pie: han muerto los acuerdos de Oslo, que Hamás siempre execró. El 13 de septiembre en Washington se firmó algo que se ha demostrado que no conducía a la paz, básicamente porque Israel no se comprometía a detener la implantación colonial, ni la autoridad autónoma palestina tenía o quería ejercer la fuerza necesaria para combatir el terror.

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La paz no está más lejos que antes de las elecciones, porque con Ariel Sharon en el poder y la corrupta Autoridad Nacional Palestina de Al Fatah, nada se movía hacia la paz. La situación tenía la fuerza de una tragedia griega, pero sin catarsis: un ocupante, Israel; un terrorismo, Hamás; y un Ejecutivo débil, el de Mahmud Abbas, que había de contentar al primero haciendo ver que combatía al segundo. Lo que fue Vichy. El ocupante pedía imposibles al régimen sometido, los ocupados organizaban su ofensiva terrorista y las represalias del poder se endurecían a diario. Y el corolario consistía en que no podía haber negociaciones, porque la secuencia ocupación-terrorismo-represalia aliviaba al ocupante de hacer concesión alguna, lo que habría sido inevitable a la firma de casi cualquier paz. Pero la nueva situación es diferente.

En primer lugar ya no está Ariel Sharon, quien, con toda esa charada de que había cambiado, jamás permitió suponer que iba a conceder a los palestinos más allá de unos fragmentos de Cisjordania y una postal de Jerusalén-Este. En su lugar, encontramos, sin embargo, unas elecciones en Israel seguramente más abiertas de lo que se ha dicho por respeto al primer ministro israelí, muerto en vida, que se celebrarán el 28 de marzo. Y el probable Gobierno de coalición que salga de las urnas puede trabajar a partir de cero, sin añorar Oslo, contra el que ya habían votado Sharon y casi todos los likudniks.

Y en segundo lugar, ya no hay terroristas en la calle porque están en el Gobierno. Parece que a lo que quiere dedicarse Hamás es a administrar antes que a gobernar; es decir, a mejorar la suerte material de los palestinos. Pero, además, es que al ganar las elecciones se ha convertido en un blanco demasiado obvio para que pueda seguir venenciando el terror. Un nuevo atentado podría ser celebrado por Israel con el asesinato nada selectivo de todos los legisladores y ministros de Hamás. Y a ese Gobierno hay que exigirle que renuncie a la violencia; contra Israel y contra los propios palestinos a los que ha ajusticiado en ocasiones acusados de colaboracionistas. La mejor forma de hacerlo es con la supresión del párrafo de la carta fundacional de Hamás, de 1988, donde se proclama la voluntad de destruir Israel. Pero en lugar de meter prisa a Hamás para que reconozca al Estado sionista, la comunidad internacional tendría que exhortar a las partes a negociar ese mutuo reconocimiento. Hamás no va a reconocer a Israel gratis, ni viceversa, por lo que esa reciprocidad necesaria podría constituir un primer contacto.

Todo eso no equivale a decir que se avizore la luz al final del túnel, sino que antes no había corriente eléctrica y ahora se restablece el fluido. No va a estallar la paz porque ninguna de las partes está preparada para ello. Ni Hamás a renunciar a un palmo de Cisjordania y Jerusalén-Este, ni la clase política israelí a una paz blanca. Un armisticio y contactos negociadores en serio, no la farsa desplegada con los acuerdos de Oslo, es todo lo que se puede pedir. Pero ya es algo comparado con lo que cabía esperar antes de los comicios.

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