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Intervención aliada en Libia
Columna
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La guerra del pequeño Nicolás

Lluís Bassets

Sarkzoy ha exhibido la virtud de sus defectos. Sin su oportunismo, su megalomanía y su atolondramiento ahora Gadafi estaría de nuevo cómodamente instalado en Trípoli, dispuesto a chulear a los europeos y al mundo. Probablemente habría entrado ya en negociaciones con Rusia y China para cambiar de socios en la extracción de crudo de las mayores reservas de África y, por supuesto, habría castigado la rebelión con la represión al uso en esos casos. La paz de los cementerios y las cárceles se habría instalado en Libia, para tranquilidad de quienes consideran que todas las guerras son igualmente indecentes. El pésimo ejemplo de un dictador que disuelve las protestas de su pueblo a cañonazos y le arrastra a la guerra civil, quedaría inscrito en el manual de comportamiento para los regímenes árabes en crisis. Benditos sean pues los defectos de este presidente que nos había proporcionado hasta ahora más espectáculos grandilocuentes y penosos que resultados políticos eficaces. Intervenir en Libia, aunque fuera tarde y en el último minuto, es una de las pocas cosas decentes que se podía hacer después de sostener a los dictadores durante 40 años y de mirar los toros desde la barrera los últimos 40 días. Nunca valió tanto la frase tópica de que Dios escribe recto con rasgos torcidos. Esta intervención militar del sábado, cuando un puñado de aviones franceses destruyó a cuatro blindados de Gadafi en las puertas de Bengasi, es lo mejor que ha hecho Sarkozy en toda su vida política. Se le recordará y pasará a la historia por ello.

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Que la intervención inicial, suficiente para frenar a Gadafi, haya sido buena no quiere decir que todo esté ya resuelto ni que todo vaya a ser bueno y benéfico a partir de ahora. Más bien al contrario. El uso de la fuerza produce desperfectos también en quien la usa. Es el retroceso de las armas. Sobre todo si no está detrás el aguante que da un mando único, claro y efectivo, bien arropado por un buen consenso político. Llueven las críticas, no sobre Sarkozy, sino sobre Obama. Por demasiado débil y por meterse donde no le llaman, por no pedir autorización al Congreso y por no contarnos cómo saldremos del avispero, porque hace como Bush y porque no hace como Bush.

Alemania ha vuelto a despegarse de Europa, algo a lo que hay que empezar a habituarse. Turquía también, y se tensa su posición dentro de la Alianza Atlántica. Los italianos se sienten puenteados por Francia y humillados por Berlusconi, su primer ministro solidario con Gadafi y no con los libios. Rusia, que accedió con su abstención a la resolución 1973, tiene a la greña al presidente Medvédev y al primer ministro y expresidente Putin. Sarkozy ha tomado tres decisiones graves, a espaldas de las instituciones europeas y sin consultar a sus socios. Reconoció unilateralmente al Consejo Nacional libio como interlocutor de la UE el 10 de marzo en la víspera del Consejo Europeo: como hizo la Alemania de Kohl reconociendo a Croacia en 1991. Creó una coalición de voluntarios en el Elíseo en una reunión convocada de urgencia después de que el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas diera su aprobación a la resolución 1973, que autoriza la creación por la fuerza de un espacio de protección aérea. Y esta misma tarde lanzó un primer ataque aéreo por su cuenta. Ahora está acordando y cerrando con Obama la estructura de mando político de la misión, la cuarta decisión sin contar con la UE. Su virtuosa actitud tiene móviles poco virtuosos: borrar sus complicidades con los regímenes dictatoriales del norte de África, actuar como líder europeo e incluso mundial y relanzar así su imagen presidencial para recuperarse en los sondeos ante el avance amenazador de Marine Le Pen y buscar la reelección en 2012.

A pesar del éxito de Sarkozy en el primer golpe, esta intervención militar no tendrá éxito por lo que puedan aportar a partir de ahora Francia y su presidente. Sin Estados Unidos y sin la Alianza Atlántica no habrá nada que hacer. Pero la France ha sido reivindicada. Muchos franceses se sentirán orgullosos. El resto de los europeos no. Sarkozy ha difuminado parte de la vergüenza por la inacción pero no la vergüenza por el pésimo funcionamiento de las instituciones europeas. Todas, especialmente la UE, pero también la OTAN. Solo se salva el pequeño Nicolas, con sus gloriosos defectos, útiles por una vez. Y también en alguna medida los políticos españoles, con Zapatero y Rajoy en cabeza, siempre con el paso cambiado, capaces por un día de hacer las cosas bien cuando los otros las hacen mal.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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