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Elecciones en Afganistán

"No hay talibanes, sólo pobreza que empuja a luchar"

La periferia de Kabul delata la miseria en la que se hunde el pueblo afgano

Ramón Lobo

Amin Yusuf tiene 65 años, un salario mensual de 3.000 afganis (unos 84 euros) y una notable prole a su cargo. Entre hijos, nietos y demás familiares suman 45 personas. Es el único con empleo: chófer de un diputado que gana 1.400 euros al mes. Los Yusuf viven en Kabul en una casa de adobe. Dicen que es antigua: 50 años. Debe serlo porque sobrevivir a 30 años de guerras le otorga el perfume de reliquia. La mujer de Amin se llama Gul Makai, que significa girasol. Bajo su techo no lleva burka, sólo un pañuelo blanco que le cubre el cabello.

"Somos muy pobres", dice Gul Makai. "No me quejo de mi marido, pero con este dinero apenas puedo comprar comida para todos. Divido los alimentos en los platos delante de todos para que vean que no hay favoritismos. No sé dónde está todo ese dinero que los extranjeros dicen que han dado a Afganistán [más de 44.000 millones de euros en ocho años], pero a nosotros no nos ha llegado nada. Nadie ha venido a preguntar por las necesidades de la comunidad".

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Los Yusuf no huyeron cuando los talibanes se hicieron con el poder. Más de 2,6 millones de afganos permanecieron como refugiados en Pakistán e Irán en el periodo de los talibanes. "Llevamos 45 años casados y desde esta casa hemos vivido todas las guerras", asegura Amin Yusuf, que tiene el tobillo izquierdo hinchado por la esquirla de una granada que cayó hace años en el patio. A una de sus ocho hijas, ahora en Holanda, le fue peor: perdió un pie. Disponen de electricidad y agua. Un lujo. En la sala no hay muebles, sólo cojines en el suelo, un ventilador moribundo y unos platos con sandía para los invitados. "Es imposible que los talibanes regresen a Kabul. Los americanos ganarán la guerra cuando se den cuenta de que no hay talibanes, sólo pobreza que empuja a la gente a luchar".

En Bagha Bala, un barrio encaramado en la montaña que mira a la parte vieja de Kabul, se hacinan los pobres de los pobres. Como los Yusuf, sus casas no existen en el mapa de la municipalidad de Kabul. Son ilegales. Bastaría una firma para derribarlas. Muchas disponen de luz, por la que no pagan, pero no de agua. Deben subir los bidones por unas cuestas pedregosas hasta alcanzar unas viviendas que parecen favelas.

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Amin, de 24 años, es tayiko y militar. "Nuestras armas son viejas. El fusil se encasquilla con 10 disparos. Así no podemos luchar". Cobra 140 euros al mes. Es el único sueldo seguro que entra en una familia de 14 miembros. Su hermano mayor baja cada día a la ciudad en busca de trabajo. Por un día de albañil le pagan menos de tres euros. No es fácil la vida cotidiana en Bagha Bala. Su guerra diaria es de supervivencia. La mayoría son refugiados que regresaron hace cinco años de Pakistán. No hay empleo ni salubridad. Huele a basura y a agua verde estancada. Los niños corretean descalzos. Es viernes, día santo musulmán.

Gol Sayed es pastún. También cree que la guerra la ganarán los americanos. "Si se marcharan tendríamos otra vez una guerra civil. La de ahora es una guerra internacional. Nos atacan desde Pakistán donde están las bases y tienen sus apoyos".

Nabila declara 13 años y observa cómo su padre Gawys trata de hacer volar una cometa. En los días de fiesta, Kabul se llena de estos artilugios voladores prohibidos en la época talibán. Los colores son llamativos y los remiendos, numerosos. Nabila quiere ser médico como muchos niños de Kabul. La culpa la tiene una serie india de televisión que ha puesto de moda los hospitales. Desde lo alto de Bagha Bala se ve una ciudad inmensa envuelta en un manto de polvo y tierra.

En la parte baja de la montaña, unos obreros de la etnia hazara, relegados a los trabajos más duros, descansan tras una mañana de calor. Es la hora del almuerzo. Toman shorba, una sopa de carne que huele bien. Cobran 300 afganis al día, pero el hotel donde se alojan cuesta 90. Mosa procede de la provincia de Bamian, en el centro del país, como la mayoría de la cuadrilla. Viene a trabajar y a mandar dinero a casa. "Apenas puedo ahorrar. Un día tengo trabajo y al otro, no. Es el capataz quien decide según las obras".

Gul Makai enumera sentada en su vieja casa de adobe su lista de tragedias. Es una mujer de carácter. Debe tenerlo para gobernar una casa de tantos miembros. Parió a ocho hijas y a cinco hijos. Está orgullosa de que las muchachas vayan a la escuela. Ellas prefieren el hiyab, que no cubre el rostro. Gul Makai pertenece a la generación que vive dentro del burka.

"Cuando voy al bazar quiero sentirme respetada, que nadie me mire", explica. Preguntada por las elecciones presidenciales del próximo día 20, responde: "Aquí, en Afganistán, los ministros comen primero y después piensan en los demás".

Un niño trocea huesos en un puesto del mercado de Kabul.
Un niño trocea huesos en un puesto del mercado de Kabul.REUTERS

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