_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Sobre heroínas y tumbas

Durante miles de años, soldados de toda raza y condición se han lanzado contra posiciones enemigas sabiendo con toda certeza lo frágil que era su vida y lo inminente que podía ser su muerte. Aunque la historia ha sido mil veces contada en la literatura, después de tanto tiempo seguimos desconociendo si es el valor o el miedo (o una mezcla de ambas cosas) lo que les impulsa.

Pero si difícil es entender el valor de un soldado, más difícil aún resulta imaginarse qué secreta convicción lleva a una persona a arrojarse en mitad de un brutal conflicto, donde ocurren las más terribles atrocidades, armada solamente con un cuaderno de notas y un bolígrafo. Cuando, además, se trata de zonas como Chechenia o Ingushetia, donde las fuerzas de seguridad disponen de la más completa impunidad para secuestrar, asesinar o coaccionar a cualquier periodista o activista de derechos humanos, resulta difícil no quedarse profundamente conmovido. Mujeres como Anna Politkóvskaya o Natalia Estemirova contaban únicamente con un arma para averiguar la verdad: su propia determinación, y resultaron asesinadas por ello. ¿Será cierto el amargo aserto de que todos los héroes (y heroínas) están muertos?

Sin un análisis honesto de la historia del terror de Estado soviético, Rusia no tendrá presente ni futuro

Sólo la lectura del sobrecogedor pasaje de Diario Ruso, en el que Anna Politkóvskaya da cuenta de su entrevista con Ramzán Kadírov, el títere checheno que gobierna desde Grozni al servicio de Moscú, resulta suficiente para entender las poderosas fuerzas a las que estas personas se enfrentan en su empeño diario por defender los derechos humanos. Así que frente a la pirueta político-mediática en la que se ha embarcado el Comité Nobel al conceder a Barack Obama el Premio Nobel de la Paz, el Parlamento Europeo ha dado en la diana concediendo el Premio Sajarov de Derechos Humanos a la organización rusa Memorial, fundada en 1989 tras la brutal represión con que las autoridades soviéticas sofocaron las manifestaciones en pro de la democracia en Georgia. El premio resulta sumamente oportuno en un momento en el que Kadírov (un personaje de una brutalidad y sadismo sin límites) ha tenido la desfachatez de llevar a Memorial a los tribunales acusando a dicha organización de difamación.

Memorial se organiza en torno a una creencia central: sin un análisis honesto de la historia del terror de Estado soviético, Rusia no tendrá presente ni futuro. Para los miembros de Memorial como Elena Zhemkova, con quien tuve el privilegio de coincidir recientemente en un seminario, es en los laberintos del pasado donde se esconde la deshumanización del presente. Con razón, el premio resulta incómodo para el régimen de Putin, empeñado en engrandecer Rusia sobre la base de un discurso nacionalista que reivindica sin disimulo la Unión Soviética e intenta rehabilitar a Stalin como un gran modernizador del país.

Pero tan grave como el pasado soviético es un presente dominado por lo que el propio presidente ruso, Dmitri Medvédev, ha calificado de "nihilismo legal". No hay más que volver a la arbitrariedad y el cinismo del sistema legal soviético que Solzhenitsyn reflejara en el Primer Círculo (o a la magistral Vida y Destino de Vassili Grossman) para entender de dónde viene el conformismo actual de la sociedad rusa con la involución democrática puesta en marcha por Putin desde 1999, y que ha tenido un nuevo episodio este mes en unas elecciones regionales sobre las que hay importantes indicios de fraude. Ese conformismo, que tanto desesperaba a la asesinada Anna Politkóvskaya, tenía sin embargo una explicación verosímil: en un país donde nunca ningún ciudadano ha sobrevivido a un enfrentamiento contra los aparatos del Estado (fueran zaristas, soviéticos o putinistas), la oferta del régimen de Putin de ofrecer consumo y bienestar a cambio de derechos y libertades tenía necesariamente que tener éxito.

Únete a EL PAÍS para seguir toda la actualidad y leer sin límites.
Suscríbete

Rusia se encuentra empeñada, una vez más, en una singular carrera por su seguridad: por un lado quiere que las estructuras europeas de seguridad, como la OTAN o la OSCE, se adapten a sus necesidades y sean más incluyentes con Rusia. Pero al mismo tiempo que exige seguridad exterior, sigue negándose a conceder a sus ciudadanos un tipo de seguridad mucho más importante: la seguridad jurídica (como es palpable en la pila de casos rusos que se acumulan ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos). Es la misma historia de siempre: la seguridad del Estado contra la seguridad humana, el individuo al servicio del Estado, no el Estado al servicio del individuo. Mientras esa anomalía siga incrustada en el ADN del Estado ruso, todo lo demás será puramente ilusorio, además de frágil e inestable. Como reivindican los activistas de Memorial, el Cáucaso, la excusa sobre la que el régimen demolió las instituciones democráticas rusas, es el nudo que lo ata todo. De ahí que decidieran dar su vida por ello.

jitorreblanca@ecfr.eu

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_