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Columna
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4 de julio en el Mall

Francisco G. Basterra

Estados Unidos celebra hoy la fiesta de su independencia: banderas desplegadas, barbacoas, fuegos artificiales, perritos calientes (el año pasado se consumieron 150 millones), cerveza. La principal celebración será en el Mall de Washington, la gran avenida imperial que conecta el monumento a Lincoln con el Capitolio, el mismo lugar en el que el 20 de enero tomaba posesión de la presidencia Barack Hussein Obama. Es un buen momento para detenerse a pensar en estos primeros seis meses del primer presidente negro que, por encima de todo, ya ha pasado una esponja capaz de lavar la pésima imagen arrastrada por su país desde comienzos del nuevo siglo. Hoy también se abre de nuevo al público en Nueva York la estatua de la Libertad, cerrada a las visitas tras los ataques terroristas del 11-S. Todo un símbolo del comienzo de una nueva época en la que Obama ha prometido conciliar la seguridad con las libertades. Promesa que ya ha chocado con la realidad, con el difícil funambulismo realizado por el presidente a la hora de acabar con la ignominia de Guantánamo.

La guerra de Afganistán es la apuesta más arriesgada para el nuevo Estados Unidos de Obama
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Por encima de la vibrante retórica, la apertura al mundo musulmán y la mano tendida a los enemigos, Barack Obama ha podido constatar ya los límites de su presidencia. Abraham Lincoln admitía, en 1864: "No he controlado los acontecimientos. Por el contrario, éstos me han controlado a mí". Obama ya ha recibido las llamadas telefónicas de las tres de la madrugada de Corea del Norte, Pakistán, Afganistán, Jerusalén, Teherán, con el mensaje de que la realidad internacional es tozuda y las buenas intenciones por sí solas no la cambian.

Esta semana le sacó de la cama el golpe de Honduras, en el antiguo patio trasero de Estados Unidos, en Latinoamérica, resucitando una ominosa historia, que ya dábamos por enterrada, de invasiones y golpes militares, protagonizada desde el siglo pasado por Washington. Pero ahora la respuesta de Obama ha sido la opuesta: condenar el golpe, dejar que actúe la Organización de Estados Americanos y evitar prudentemente que el caudillo Hugo Chávez, su gran antagonista continental, pueda acusarle de intervención yanqui en los asuntos hemisféricos. Sería impensable que, hace 30 años, un Ejército como el hondureño, formado y financiado por Washington, hubiera sacado de la cama de madrugada a punta de fusil a un presidente sin la luz verde de la Casa Blanca. ¿Recuerdan que en la noche del 23-F, Alexander Haig, secretario de Estado del presidente Reagan, calificó el golpe de Tejero como "un asunto interno"?

Obama también ha demostrado prudencia ante la crisis de Teherán, manteniendo el ofrecimiento de abrir un diálogo directo con la teocracia iraní por encima de la convulsión interna de un régimen que sigue viendo a EE UU como el Gran Satán. En los dos casos, uso del poder blando de la única superpotencia todavía realmente existente, aunque sea por descarte. Templanza asimismo en Irak, donde todavía no ha cerrado la guerra desatada por George Bush, pero sí ha iniciado una retirada de las tropas estadounidenses, de momento de las ciudades. Por el contrario, en Afganistán, Barack Obama ya tiene su guerra propia. El jueves lanzaba una operación de 4.000 marines en el valle del río Helmand, en un intento de limpiar de talibanes esta provincia sureña, productora de opio, con el que se financian los insurgentes. Pero también es una acción militar con componente civil, porque las tropas ocuparán aldeas con un objetivo de reconstrucción y ayuda a la población. En cualquier caso, la guerra de Afganistán, complicada por la inestabilidad de Pakistán, es la apuesta más arriesgada para el nuevo Estados Unidos de Obama. Y la próxima semana el presidente celebrará en Moscú su primera cumbre con Rusia. Se trata de ver si abraza, y con qué condiciones, al oso ruso, reiniciando una relación bastante deteriorada. Barack se ha curado en salud y ha advertido que Putin "todavía tiene un pie en la guerra fría".

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Pero al final del día serán la crisis económica, reavivada con una mala cifra de paro que ya alcanza al 9,5% de los estadounidenses, presagiando una recuperación sin empleos, y la difícil reforma de la sanidad, que el presidente pretende presentar este mismo mes a un Congreso incrédulo, las cuestiones que definirán el éxito de la Administración de Obama. Todavía no sabemos ante qué presidente nos encontramos: el buenista pragmático, para algunos blando y excesivamente componedor, que cree sobre todo en el diálogo, o el idealista sin ilusiones, como se definió John Kennedy, que será capaz de forzar la mano de sus adversarios en el exterior y en la escena doméstica y cambiar la historia. Aún es pronto para responder.

fgbasterra@gmail.com

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