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Columna
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Una lengua con otras lenguas / 1

La multiplicidad de las lenguas es una irrefragable realidad mundial que la globalización ha incorporado a nuestra experiencia cotidiana. Cerca de 6.000 lenguas censadas cuya presencia activa tiene muy diversos niveles de utilización -desde la abrumadora hasta la apenas perceptible, pues en más de 500 ámbitos lingüísticos casi no llegan a 100 sus usuarios- y en múltiples casos con una muy precaria existencia en el propio espacio comunitario, por la batalla lingüística y por la avalancha de otras lenguas.

En el primer caso hay que situar aquellas en las que los antagonismos nacionalistas se han subido a caballo de las lenguas, como en Bélgica, donde la rivalidad entre el francés y el flamenco se ha complicado con el enfrentamiento entre las comunidades territoriales de Walonia, Flandes y Bruselas. Sin olvidar a Malta, Quebec, Cataluña y tantos otros ámbitos.

Unas 30.000 personas, en su mayoría familiares de las víctimas, asistieron ayer en Srebrenica al entierro de los restos de 307 hombres musulmanes asesinados en 1995 por el Ejército serbobosnio del general Ratko Mladic. El acto marcó el 13º aniversario de una matanza (más de 8.000 varones fueron asesinados) calificada de genocidio por el Tribunal Internacional de Justicia de la ONU. Las pruebas de ADN desvelaron la identidad de los muertos. De edades comprendidas entre 18 y 84 años, fueron arrojados en su día a fosas comunes.

En el segundo, nos encontramos con una turbamulta que va desde las 380 lenguas de la India, pasando por las 410 de Nigeria y las 670 de Indonesia hasta el opresivo abigarramiento de las 850 de Nueva Guinea. Recordando también su vigencia institucional que tiene en la Unión Europea una tan brillante ilustración, con las 23 lenguas oficiales para 27 Estados y con un Comisariado (ministerio), reservado exclusivamente al multilingüismo, regido hoy por el rumano Leonard Orban.

Abram de Swaan en Words of the World (Polity Press 2001), insiste en que el contacto y la interacción entre las lenguas depende de que su ubicación en el universo lingüístico sea periférica o central. Los lenguajes periféricos recurren casi siempre a la intermediación de una lengua común con fuerte capacidad conectiva como el quechua en América del Sur, o el wolof, lingala y bambara en África, que se constituyen y funcionan como lenguas centrales.

En Europa, todas las lenguas nacional-estatales asumen una función de centralidad conectora, obviamente con muy distintas modalidades respecto de las lenguas regionales: como sucede con el holandés para el frisón; con el finlandés para el sami, con el francés para el alsaciano, bretón, corso, euskera, occitano. En la perspectiva mundial en la que es hoy inevitable situarse tanto Swann como Jean-Louis Calvet (Por una ecología de las lenguas del mundo, Plon 1999) proponen la figura de lenguas hipercentrales que reducen a 10: árabe, chino, inglés, español, francés, hindi, malayo, portugués, ruso y suajili, a las que confían la responsabilidad de asegurar una mínima comunicabilidad dentro de cada macroárea lingüística y entre ellas.

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La gran dificultad en este tema es la de distinguir en el tratamiento de las lenguas entre la dimensión de su uso cotidiano predominantemente privado y la utilización política, eminentemente pública, de las mismas porque está ligada a la indisociabilidad de identidad colectiva y lengua en todas las comunidades.

Es evidente que lo que no es ni legítimo ni deseable es que los líderes de cualquier comunidad, histórica o reciente, impongan la utilización de su lengua o lenguas a los miembros de otros ámbitos lingüísticos con fines políticos nacionalistas. Lo que sí es, en cambio, deseable e incluso necesario es impedirles que se sirvan de su política lingüística como dispositivo para, con pretexto de promover su patrimonio lingüístico, agredir a las otras lenguas. Quiere decirse que es absolutamente inaceptable recurrir a la fuerza de la ley para imponer o vetar un comportamiento lingüístico. Lo optativo y lo promotor son las modalidades que deben privilegiarse en la difícil práctica de la integración lingüística que en nuestro caso debe favorecerse, aunque reitero una vez más no imponerse, tanto a los no catalanes en Cataluña, como a los no hispano-parlantes, en particular a los no europeos en el resto de España. Pues es inevitable que a éstos, en particular a los africanos no lingüísticamente integrados, se les confine en los niveles últimos de la escala laboral, es decir, se les destine a constituir un subproletariado oprimido y explotado.

En el número 9 de Manière de Voir de Le Monde Diplomatique, de febrero-marzo 2008, al que debe mucho esta reflexión, se subraya el empobrecimiento que supone la abrumadora primacía del inglés, que nos está convirtiendo a todos en colonizados lingüísticos e impidiendo no ya el multilingüismo, sino hasta el bilingüismo, tan justificado en España.

Porque no es discutible que el conocimiento de dos lenguas del universo lingüístico latino nos permitiría circular por él con seguridad y provecho a la par que confirmaría la potencia del espacio cultural con sus modos y sus usos. Pluralismo, pues, de las lenguas e integración lingüística, pero con diversidad cultural.

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