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Columna
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Una lengua con otras lenguas / 2

Todos somos en buena medida hechura de nuestros prejuicios al igual que éstos y nuestras capacidades lo son de nuestras vidas. La mía, ya más de 60 años a caballo de España, Francia, Gran Bretaña, Portugal, Alemania, Italia, Estados Unidos, América Latina, en estancias medias y largas, prueba que los españoles no estamos irremediablemente destinados al monolingüismo, lo que ilustra mi caso, ya que embarcado en la década terminal de los ochenta sigo conservando una razonable capacidad de interacción oral y escrita en las seis lenguas que he logrado mantener en ejercicio.

Este multilingüismo, producto del bilingüismo de mi infancia y de la práctica plural de mi juventud, hace difícil en estos tiempos de mundialización, entender la polémica lingüística hirsutamente hispánica que está teniendo lugar en nuestro país. Por lo que es imperativo combatir todas las prácticas de discriminación institucional del castellano y de los castellanohablantes que están teniendo lugar en algunas autonomías del Estado español, en especial Cataluña y Euskadi. Pero en la mayoría de los casos, se trata de utilizaciones politiqueras a corto plazo, que apuntan a la movilización electoral de las siempre tan socorridas pasiones localistas. Lo que aconseja renunciar a la perversa noria de las afrentas sin fin, con el irredentismo victimista de los catalanes en unos cangilones y las imperiales glorias hispánico-castellanas en los otros, que sólo sirven para alimentar su enfrentamiento.

El Parlamento, el Gobierno y los partidos deberían exigir a sus 'número uno' capacitación en idiomas

Esas afrentas, desde luego indecentes y reprobables, no suponen peligro alguno para el castellano en España, ni siquiera en Cataluña. Basta para ello pasearse por Barcelona, y comprobar allí la naturalidad de la circulación de la primera lengua oficial de España. Por lo demás, mientras Cataluña sea una parte de España, la potencia de la lengua catalana y las glorias de su literatura son bazas que nos apuntamos todos los españoles, sea cual sea la esquina de la que provengamos y el pueblo en el que vivamos. Les aseguro que visto desde La Jolla, Heidelberg, o incluso desde París, lugares en los he pasado tantos años, esta cuestión no tiene dudas. Y lo mismo cabría decir de los catalanes, que aunque algunos silencien o antagonicen esa condición con la de españoles, no funciona casi nunca así, sino de manera acumulativa. Salvador Giner, hoy presidente del Institut d'Estudis Catalans, es desde hace ya muchos años en el mundo británico y más ampliamente en la sociología mundial, un muy brillante representante hispano-catalán. Por no citar a mi fraternal y admirado paisano Joan Fuster, que mal que le hubiera pesado tanto sirvió a las glorias hispanas en muchos de los departamentos universitarios de lenguas románicas por los que yo circulé. Ese perverso antagonismo está ligado a la pobreza de nuestra práctica multilingüista -sólo una lengua extranjera y casi nunca convenientemente conocida- que a los españoles que vivimos y trabajamos fuera de España nos sonroja cuando oímos a nuestros compatriotas chapurrear malamente el francés o el inglés o cuando buscamos y apenas encontramos candidatos para enseñanzas que deben ser impartidas en esas lenguas.

Se nos dirá que el ejemplo viene de arriba, pues es penoso que nuestra clase dirigente, incluidos desde luego los grandes líderes políticos, sigan encerrados en su sola lengua nacional. Cada vez que he tenido ocasión de asistir en Europa a una intervención suya, he pasado un mal rato. Y que no se nos diga que se trata de una limitación irrelevante pues para eso están los intérpretes y los traductores, por no citar al cuerpo diplomático con el Ministro de Asuntos Exteriores a su cabeza que cumplen ya con eficacia esa función de comunicación. Pero a nadie se le escapa que la personalización extrema que domina todas las relaciones en las alturas y la peoplelización mediática que las acompaña ha hecho de lo interpersonal sin intermediarios una de las principales bazas para el triunfo del político que la practica y para sus intereses. Imagínense si a la simpatía y capacidad de seducción política que son propias a Felipe González se hubiera añadido una razonable brillantez lingüística, su potencia de convencimiento y arrastre en el mundo internacional hubiesen sido imparables.

Esta columna que ha devenido en alegato nada tiene de agresivo y sí mucho de ruego y esperanza: que el Parlamento y los partidos exijan que sus números unos y los del Gobierno, para serlo, dispongan de una mínima capacitación en lenguas extranjeras. Todos ganaríamos con ello.

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