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Tribuna
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Cómo llenar los huecos

Hace unos cuantos inviernos, mi mujer y yo llevamos a nuestras hijas a presenciar la toma de posesión de un hombre que había hecho campaña con la bandera de la esperanza y encarnaba la posibilidad. Somos bastante inmunes a la euforia política, pero, mientras circulábamos entre aquellos peregrinos de pies cansados, pudimos imaginar que nuestro país había hecho suya la idea de que debíamos trabajar todos juntos. Cuando el nuevo presidente nos felicitó a todos por haber escogido la unidad de objetivos por delante de las recriminaciones y los dogmas manidos, quisimos creer que eso era lo que habíamos hecho.

Las tomas de posesión, por supuesto, son momentos pasajeros de valor ceremonial. Después del "no preguntes", llega la Bahía de Cochinos. Después del 60% o más de popularidad, llega el 9% de desempleo. Pero merece la pena reflexionar sobre cómo hemos llegado desde aquel día hasta el clamor partidista actual, cómo perdimos aquel sentimiento de tener una causa común y cómo nació el consenso entre los comentaristas de que Barack Obama corre grave peligro de ser un presidente de un solo mandato.

Obama corre grave peligro de ser un presidente de un solo mandato

El declive de la suerte política de Obama, la Gran Desilusión, puede atribuirse a cuatro factores fundamentales: el insoluble legado de George W. Bush; la resistencia republicana, que se ha convertido en un auténtico sabotaje; las expectativas nada realistas y el desencanto inevitable de algunos partidarios del presidente; y, por supuesto, el propio Obama.

Obama heredó un país tan desmoralizado que su discurso de toma de posesión aludió a George Washington en Valley Forge, al hablar de "este invierno nuestro, lleno de dificultades". Guerras sin dinero para pagarlas, déficits en la oferta, crisis inmobiliaria y crisis bancaria, ambas posibles gracias a una orgía de permisividad reguladora: ese fue el legado que recibió. En nuestra cultura política, si uno hereda un problema y no lo arregla, el problema se vuelve suyo. Por eso, en algún momento, la gente empezó a hablar de que Irak y Afganistán eran "las guerras de Obama" y la recesión era "la economía de Obama".

Dada la carga estructural que Bush dejó a su sucesor, lo de menos es que esa opinión sea justa o no, es que la memoria es corta. Pero a eso se llama rendir cuentas en nuestro sistema. Y los republicanos se han mostrado muy eficientes a la hora de reetiquetar todos los fallos del Gobierno de Bush como fallos del actual presidente. Por consiguiente, la verdad histórica ya no es refugio para la presidencia de Obama. Como máximo, podemos confiar en que sirva de advertencia para quienes predican el regreso a los recortes fiscales indiscriminados y el caos regulador que ayudó a crear el desastre que aún pervive.

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Otra herencia tóxica de los años de Bush es el populismo conservador y airado, según el cual el Gobierno es una tiranía y los compromisos, apostasía. El Tea Party se ha apoderado del proceso de primarias en el Partido Republicano y, en gran parte, de los temas de conversación en el país y la maquinaria legislativa. En el Congreso, quienes cultivan la indignación son los republicanos, a quienes más valdría no hacerlo, porque su nihilismo no solo desacredita a un presidente al que, con todo cinismo, se han propuesto hacer fracasar, sino a su propia institución. Ante esta situación, los votantes se sienten frustrados -el Congreso tiene unos índices de aprobación dignos de molestos insectos-, pero está por ver si el electorado castigará a los verdaderos culpables o se limitará a recompensar a los candidatos que se presenten contra el hombre del saco: Washington.

Tal vez parezca que el desencanto de los progresistas es menos trascendental; al fin y al cabo, no van a votar a Rick Perry. Pero Obama necesita su fuerza para mantenerse en el cargo y conservar algunos aliados en el Congreso. Lo que le ofrecen, en cambio, son críticas sin fin. El pacto del presidente para prolongar los recortes fiscales de Bush, su abandono de la opción pública para la sanidad, su negativa a poner en evidencia a los republicanos a propósito del techo de la deuda, en lugar de tragarse los recortes presupuestarios, entre otras cosas, son concesiones que, según la izquierda demócrata, equivalen a delitos de apaciguamiento.

La decepción de los demócratas tiene algo de cinismo sectario. Por ejemplo, la semana pasada criticaron a Obama por proponer recortes en Medicare. Su crimen, por lo visto, no era que no tuviera razón, sino que su paso impedía "cualquier coacción que los demócratas pudieran ejercer sobre los republicanos" sobre la importante cuestión de los derechos de las personas mayores, según explicó, en un arranque de sinceridad, un congresista demócrata.

Hace poco, Jonathan Chait observaba en el suplemento semanal de The New York Times que el rechazo progresista a Obama mostraba que "les gustaría que desaparecieran todas las restricciones que limitan su poder" (véase lo dicho más arriba sobre la intransigencia republicana). Además, resta valor a algunos logros genuinos, alcanzados a pesar de la brutal división entre los distintos brazos del Estado.

En medio del griterío no se tiene en cuenta que Obama ha conseguido salvar a un país que estaba al borde de la depresión; firmó una ley de reforma sanitaria que aumenta la cobertura, mantiene la capacidad de elección y crea un mecanismo para controlar los costes; orquestó una reforma muy estricta del sistema de regulación financiera; y autorizó la peligrosa misión que acabó con Osama bin Laden.

Para sentirse desilusionado, antes hay que haber tenido ilusiones. Algunos de esos que proyectaron sus intereses en los eslóganes y símbolos de la campaña de Obama estaban siendo unos ilusos, movidos por la retórica del cambio del candidato. Cualquiera que hubiera prestado atención cuando Obama ayudó a Bush a aprobar el rescate bancario de 2008 debería haber comprendido que, bajo los florilegios retóricos, Obama siempre ha sido un pragmático, precavido, frío y ducho en el arte de lo posible. Cuando ve que no tiene la capacidad para conseguir lo que quiere, se conforma con lo que sí puede lograr.

A Obama se le pueden reprochar las épocas de pasividad (su silencio mientras los republicanos intentaban retirar los fondos para sostener las reformas financieras), la ingenua deferencia ante el Congreso (su tardía intervención en los detalles del proyecto de ley de sanidad), la falta de audacia y pasión, que no se haya esforzado más en preparar a su grupo en Capitol Hill, que no haya entendido -por lo menos, hasta sus últimas piruetas a propósito del proyecto de ley de empleo- que gobernar, en estos tiempos, es una campaña permanente.

En parte es culpa del equipo de comunicación presidencial que a los republicanos les haya salido tan bien parodiar cada uno de sus triunfos, que hayan convertido "estímulo" en un insulto, que hablen de "Obamacare" diciendo que es medicina socialista y que critiquen la reforma financiera de Dodd y Frank calificándola de ataque al capitalismo.

No solo es que no reivindique sus éxitos. Es que, en cierto sentido, no se ha definido. Es uno de nuestros presidentes más difíciles de comprender; no tiene raíces profundas en ningún lugar ni ningún movimiento. La biografía de David Remnick dice que Obama se metamorfosea. Entre los extremistas, eso le hace vulnerable a las difamaciones: es un socialista, un impostor extranjero, un yihadista, un seguidor de la teología de la liberación negra. Entre un público menos paranoico, da una imagen distante o ambivalente.

Personalmente, no me importa que nuestros dirigentes sean un poco ambivalentes, sobre todo en comparación con la certidumbre y la estrechez de miras del Gobierno anterior. Ahora bien, en política, uno de los mayores lastres que existe es tener una aparente falta de definición.

Frente a Obama tenemos a un elenco de republicanos que hablan del Gobierno federal con un desprecio que seguramente hace que Madison y Hamilton se revuelvan en sus tumbas. La campaña republicana parece un concurso para la Cátedra Barry Goldwater de Derechos de los Estados: hay que castrar la Reserva Federal; abolir la Agencia de Protección Ambiental, el Departamento de Educación y unos cuantos ministerios más; convertir Medicare y la Seguridad Social en programas individuales de pensiones; desmantelar la sanidad nacional y revocar las medidas de protección al consumidor. Rick Perry, que gusta de enardecer a los tejanos reivindicando el derecho a escindirse de la Unión, habla en ocasiones como si quisiera extender esa idea a los 50 estados. Incluso Mitt Romney -que, en el fondo, es un tecnócrata republicano (y el único candidato al que he visto jamás pronunciar un discurso de campaña con PowerPoint)- habla como si la principal función del presidente fuera conceder a los estados dispensas de cualquier tipo de mandato. Hasta eso llega nuestro nuevo populismo centrífugo.

¿Se creen lo que dicen, o están coqueteando con el nicho libertario de Ron Paul? ¿De verdad quieren ustedes tener oportunidad de averiguarlo?

Seamos serios. Sí, es verdad que Obama podría hacerlo mejor. Pero nosotros podríamos estar mucho peor.

© 2011 New York Times News Service. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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