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Reportaje:

"Lo mataron porque no hablaba zulú"

50.000 mozambiqueños escapan de la ola de xenofobia en Suráfrica - El Gobierno de Maputo organiza trenes para rescatar a sus ciudadanos

Se llama Castigo, como si fuera una premonición. Castigo Feliciano Maunguele tiene 31 años y está solo en la hermosa estación de trenes de Maputo. Sucio y desorientado espera unirse a otros 880 compatriotas que regresan en un tren especial fletado por el Gobierno de Mozambique para evacuar de Suráfrica a sus ciudadanos, víctimas de la ola xenófoba iniciada hace tres semanas, que ha producido 50.000 refugiados, la mayoría zimbabuenses y mozambiqueños, y 56 muertos, entre ellos el hermano de Castigo. "Era viernes por la tarde y yo venía de la tienda, de comprar para la cena, cuando un grupo de unas seis personas me atacó en la calle con palos. Me pegaron mucho. Cuando conseguí escapar y llegar a casa me encontré a mi hermano en el suelo. Le habían atacado con un tronco. Tenía el cráneo hundido y las costillas rotas. Estaba muerto".

Castigo tuvo que vender su camisa y los zapatos para escapar del gueto
"No sólo mataban. Han violado a muchas mujeres", dice Elisa

"No sé qué voy a hacer. En Tembisa trabajaba en la construcción. Aquí, no sé. Sólo quiero llegar a casa y aclarar mi mente". Cuando llegue, sus padres le preguntarán dónde está su hermano Francisco, un año menor, que se le unió en Tembisa el pasado mes de febrero y que no hablaba nada de zulú, "que es lo primero que preguntan antes de pegarte, lo primero que le preguntarían antes de matarlo".

Castigo escapó de ese gueto de Tembisa, situado a las afueras de Johanesburgo, escondido en un camión. Compró su libertad tras vender la camisa y los zapatos. Sólo ha logrado salvar una mochila pequeña. Es el caso de miles de mozambiqueños que se han visto obligados a salir de la tierra prometida que un día fue Suráfrica y regresar a un Mozambique en el que la posibilidad de hallar trabajo son mínimas.

Amelia Armando está sola y llora. Tiene 28 años y lleva el bebé en la cadera. El marido las abandonó hace meses. Regresa a Inharrime, a la vivienda que dejó cuando su madre murió el pasado año. En Johanesburgo trenzaba el cabello y había conseguido ahorrar 100 euros, un capital. Ese dinero desapareció junto a la ropa del bebé y a todas sus pertenencias cuando ardió su chabola en Tembisa. Sabe que tiene hermanos, pero no dónde están pues se extraviaron durante la guerra civil, cuando ella era una niña.

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Amelia ha pasado la noche en el campo de Beluluane, a media hora de Maputo, en una de las 70 tiendas de campaña dispuestas por el Instituto Nacional de Gestión de Calamidades (INGC), bregado en emergencias tras las inundaciones sufridas en los últimos años. El autobús que le lleva a Inhambane se detiene brevemente en la Fabrica de Refeçoes, un enorme comedor popular. Amelia y otros 72 compatriotas reciben un bocadillo de fiambre y un té, del que ella da a beber a su bebé.

Más de 23.000 mozambiqueños han regresado en las últimas dos semanas. De acuerdo con el director del INGC, João Ribeiro, se esperan otras 2.500 en los próximos días. Algunos, como Castigo, llegaron por su cuenta; otros, los que se quedaron sin recursos y tuvieron que buscar protección en comisarías de policía o iglesias, como Amelia, con la ayuda del Gobierno de su país.

El tren pita tres veces antes de entrar en la estación de Maputo. Es un convoy largo, de 20 vagones. Atiborrado de gente, de niños y de fardos, bolsas y maletas; también hay perros, colchones, bafles y sillas de plástico. Todo lo que se pudo rescatar del odio xenófobo. Los guardias de seguridad y el personal del INGC, con su flamante chaleco reflectante naranja, tratan de ordenar el trasiego. Sólo permiten descender a los que viajan en los primeros vagones. Éstos corren y sacan sus pertenencias por las ventanillas. Los del instituto los sitúan conforme a su provincia de procedencia. Los primeros van a Gaza: Castigo y su mochilita. También Elisa Bernardo, madre de 44 años y siete hijos, que vivía en Boksburg, en las afueras de Johanesburgo, donde limpiaba la casa de una familia blanca. "No sólo mataban gente. Han violado a muchas mujeres. No podemos quedarnos allí. Pido ayuda a mi Gobierno porque mis hijos no hablan portugués, estudiaron afrikáans e inglés en la escuela en Boksburg", dice en shangaan, la lengua materna por la que los mozambiqueños se han convertido en objetivo xenófobo en Suráfrica. Elisa enseña la foto de portada de Savana, uno de los periódicos de Mozambique. Hay tres cuerpos ensangrentados en el suelo. "Vivía muy cerca", dice.

Suráfrica, la nación del arcoíris de Mandela, el país en el que todas las razas, todas las etnias, podrían vivir en armonía, se ha convertido para los mozambiqueños en un infierno. "Estuve en la frontera en los primeros días, viendo llegar a la gente. Es horrible. Sobre todo los niños, el miedo se les ve en los ojos. Y pensar que fue Suráfrica la que contribuyó a la destrucción de este país", dice un jefe del INGC refiriéndose al apoyo que el Gobierno del apartheid dio a la guerrilla de Renamo durante la guerra civil que asoló la ex colonia portuguesa.

De acuerdo con João Ribeiro, los refugiados recibirán ayuda inicial del Gobierno y de las ONG. Después se trabajará en su reintegración en la sociedad mozambiqueña. Ellos están agradecidos. Agustinho Leonor Masive, de 20 años, es de los últimos en marchar de la estación de Maputo. Dormirá en el campo de Beluluane hasta que organicen autobuses para llevarlo al norte del país, en dos días. "Por lo menos aquí estoy seguro. Y siento que mi país me quiere, que soy bienvenido".

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