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Columna
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El millón de El Cairo

Parece a punto de girar la gran placa tectónica del mundo árabe. En su centro, Egipto, bulle la mayor urbe del universo islámico, El Cairo; y en su corazón, la plaza Tahrir, donde en 1967 se concentró más de un millón de egipcios para rogar al gran líder panárabe, Gamal Abdel Nasser, que retirara su dimisión tras la desastrosa guerra de junio de aquel año. A las tres de la tarde de ayer aún afluían manifestantes a la plaza respondiendo a la convocatoria de la oposición para pedir esta vez todo lo contrario: la dimisión del presidente-dictador Hosni Mubarak, pero con la tácita intención de emular o batir aquella marca histórica. Y en ese alvéolo central se dirime un futuro que afectará a los movimientos de protesta democrática en Siria, Jordania, Yemen, y como en una retroalimentación, Túnez, donde un día, quizá se diga, comenzó todo.

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El presidente egipcio se aferra a los vestigios del poder y, presionado por Washington que, por fin, pide democracia, trata de negociar con un movimiento que, aunque surgió con fuerza repentina tras el derrocamiento de Ben Ali en Túnez, estaba esperando su momento. Por eso, entre los que ayer desfilaban por Tahrir había dirección y pensamiento. Las organizaciones principales eran el Movimiento Seis de abril, dirigido por un técnico de la construcción, Ahmad Maher -¿un Lech Walesa?- que toma su nombre de un alzamiento duramente reprimido en Mahalla, ciudad del Delta, en esa fecha de 2008, y que está integrado por obreros del textil y sindicalistas, mayoritariamente laicos; una fuerza que se reclama de un universitario abatido por la policía; la tropilla de intelectuales y funcionarios en torno al Nobel de la Paz, Mohamed el Baradei, cabeza aparente de la protesta; y la gran masa de maniobra de la Hermandad Musulmana, integrista pero democrática, que en las últimas elecciones en las que pudo participar obtuvo 88 de los menos de 100 escaños en que competía.

Los manifestantes estaban ayer convencidos de que iban a ganar porque tras el comunicado del Ejército excluyendo toda represión, Mubarak no puede convertir la plaza en una segunda Tiananmen de Pekín, tumba de la protesta popular china en junio de 1989.

Egipto ha recorrido un largo camino para llegar hasta las puertas del gran cambio que incesantemente persigue, y del que la marcha de ayer es la última exhalación. La primera desbordó las calles en 1919 para clamar contra la potencia dominante, Reino Unido, y sus paniaguados nacionales. Proclamada en 1922 por los británicos una independencia puramente formal, la monarquía bajo la presión del primer partido moderno del país -Wafd- ensayó como respuesta un parlamentarismo de elecciones trucadas hasta que en 1952, el Ejército, nacionalista y no alineado, tomaba el poder para proclamar la república. En 1954 Nasser lanzaba la segunda tentativa instaurando un socialismo árabe, que aunque hizo la reforma agraria, y construyó la presa de Asuán para dominar el gran río, tampoco procuró libertad ni progreso. Anuar el Sadat, que le sucedió a su muerte en 1970, probó en estrecha sumisión a Washington -"querido Henry" llamaba al secretario de Estado Henry Kissinger- la infitah, o liberalismo económico, y en 1979 firmaba una paz con Israel que retiraba a Egipto del campo de batalla haciendo así imposible que ningún país árabe pudiera enfrentarse al Estado sionista. Pero la corrupción y el amiguismo llevaron a una primera revuelta que en 1977 sacó al Ejército a la calle, con un saldo que la oposición elevaba a 900 muertos.

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Mubarak, sucesor de Sadat asesinado en 1981, para consolidarse ante Washington seguía prestando inestimables servicios al Gobierno de Tel Aviv con la ecuanimidad que no distingue conocido de pariente entre israelíes y palestinos, en su eterna mediación de paz y bloqueo de la franja de Gaza. Israel escruta hoy con inquietud los acontecimientos porque teme que un poder democrático en El Cairo sea mucho menos obsequioso que la dictadura. Es corriente oír de bocas israelíes que no habría conflicto con el mundo árabe si éste fuera democrático. Pero ocurre exactamente lo contrario. Si entre los árabes reinara la democracia su reivindicación de los derechos palestinos sería la misma, solo que mil veces más convincente porque estaría formulada en libertad. La suerte de Israel es que la democracia se le resista al mundo árabe. La de la plaza Tahrir, apropiadamente llamada de la Liberación, es la cuarta oleada. La larga búsqueda de un pueblo que merecía mejor suerte, podría estar tocando a su fin.

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