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Columna
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La 2ª muerte del general

La victoria en las elecciones chilenas del liberal-conservador Sebastián Piñera sobre el candidato de la Concertación, el democristiano Eduardo Frei, se presta a una aritmética tan engañosa como convencional: crece la derecha y retrocede la izquierda en América Latina. Pero la alternancia chilena tiene probablemente mucho más que ver con otra clase de renovación del paisaje político.

Como escribe el profesor Manuel Alcántara: "Aplicar el término ciclo político a Latinoamérica reproduce la habitual confusión que se genera cuando se ve la región como un todo homogéneo". Derecha e izquierda, las hay, pero dentro de ambas las diferencias son tales que situar en el mismo apartado a Venezuela y Brasil porque ambos sean países nominalmente de izquierda, resulta más que equívoco. Mucho más racional sería hablar de naciones con instituciones democráticas consolidadas y no consolidadas. Chile, aunque obra como una democracia plenamente consolidada, tenía, sin embargo, hasta el domingo una nota limitativa al pie: aunque el general golpista Augusto Pinochet había muerto física y políticamente hacía ya algún tiempo, no podía decirse lo mismo del pinochetismo electoral. Ése puede ser, en cambio, el gran fiambre de las presidenciales del domingo.

La victoria de Piñera en las presidenciales chilenas puede ser el fin del pinochetismo electoral

El triunfo de Piñera, que había votado no en el referéndum de 1989 contra el sombrío militar, entraña un cambio tan simbólico como necesario, pero no en el clásico tránsito de izquierda a derecha o viceversa, porque lo que une a Piñera con Frei es bastante más de lo que los separa. Ahí es donde reside la continuidad de fondo. Lo novedoso hay que buscarlo en la personalidad del propio candidato: exitoso hombre de negocios, número 701 en la lista Forbes de los más ricos del mundo, propietario del club de fútbol Colo-Colo, todo un Berlusconi pero a bien con la justicia y dotado de cualidades que han seducido a una mayoría de chilenos, quienes, aun agradeciendo a la Concertación los servicios prestados durante los últimos 20 años, podían estar fatigados de un Gobierno que tenía que estar permanentemente calibrando cuotas de poder entre la izquierda-izquierda, la no tan izquierda y el centro, principales fuerzas que integraban la coalición.

La derrota de Pinochet en la consulta de 1989 frustró sus planes de sucederse a sí mismo, pero no lo liquidó políticamente del todo. Su alargada sombra siguió proyectándose sobre el país, limitando, amagando, atemorizando. Cierto que esa amenaza se fue difuminando como la vida misma, y Chile llegó a la democracia sin adjetivos bastante antes de que muriera el general, pero el pinochetismo antropológico no podía desaparecer tan fácilmente; el juez Baltasar Garzón lo quiso rematar en 1998 juzgándolo en España, cuando el ex dictador estaba de shopping en Londres, pero las autoridades judiciales británicas se inventaron circunstancias extenuantes para que escapara a la justicia. Y por ello sólo esta aparente piñerización democrática de gran parte de la derecha chilena viene a constituir la segunda y definitiva muerte del dictador.

En Chile se perfilan así hoy dos nuevas fuerzas políticas: la del socialista disidente Marco Enríquez Ominami, conocido como Me-O, que obtuvo un 20% de sufragios en primera vuelta, y el piñerismo pospinochetista. Ominami ha dicho que va a formar un nuevo partido. ¿Para dar el golpe de gracia a la Concertación, o negociar con ella de poder a poder? ¿Cabe reinventar la coalición fraguada por Ricardo Lagos y José Miguel Insulza con los dos Frei, padre e hijo, o más bien el futuro pertenece a un bipartidismo de socialdemocracia reconstruida y derecha moderna?

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El historiador Alfredo Jocelyn-Holt afirma que Chile es un país de güelfos y gibelinos, lo que, aparte de plantear el interrogante de a qué tercera vía pertenecía el general, probablemente se reflejaba en la formación de las dos grandes coaliciones, que eran necesarias para dotar de la mayor base posible de acuerdo a la adopción de una democracia plena. Pero el triunfo de Piñera, elegido sin resabios del pasado, parece que deja a todos en libertad de buscar de nuevo su sitio. Es lo que Hernando Soto llama "la gasificación del voto", una dispersión que dibuja un panorama mucho más complejo de me-oístas y socialistas de la Concertación, unidos o desunidos, por un lado; piñeristas liberados de Pinochet, por otro; la DC como derecha de la izquierda e izquierda de la derecha buscándose la vida y otros partidos menores a ambos extremos del espectro electoral. Todos pueden defender su suerte por separado. Y ese estupendo bochinche lo ha armado un presidente electo llamado Sebastián Piñera.

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