Un naufragio electoral
Nunca se han caracterizado las elecciones al Parlamento Europeo por la excelencia de las capacidades de los candidatos, por el fervor europeísta de sus campañas electorales, ni por los elevados porcentajes de los votantes. Pero las últimas elecciones han batido todos los récords de adulteración y rechazo. Comenzando por las listas que los partidos han seguido utilizando como un mecanismo partidario para resolver sus problemas internos, mediante la distribución de premios y castigos, con un desprecio total de la preparación de los elegidos e incluso de su interés, sueldo aparte, por el tema europeo. En esta ocasión se ha llegado incluso a la penalización de los excesivamente competentes o comprometidos con Europa. Entre nosotros, Íñigo Méndez de Vigo, uno de los europarlamentarios más prestigiosos, situado en los últimos puestos de la lista, y en Francia, dos personalidades como Catherine Lalumière y Olivier Duhamel, directamente excluidos de ellas. El desarrollo de la campaña ha sido de bochorno, no sólo por la extrema mediocridad de las intervenciones y la nula movilización ciudadana sino por el carácter herméticamente nacional de sus planteamientos. Dos acontecimientos tan absolutamente decisivos como la ampliación y el Tratado constitucional apenas han merecido comentario, mientras los Gobiernos y los partidos se han dedicado a sus contiendas de campanario. Las grandes presencias han sido las de los nacionalpopulistas, los euroescépticos, los eurofóbicos. A los otros, socialistas, liberales, conservadores, etcétera, sólo los hemos oído a propósito de sus ambiciones personales y partidistas. La cobertura en los medios, al unísono con el espectáculo, ha sido también penosa, pues en ellos, como en la calle, los principales protagonistas han sido los antieuropeos. Sobre todo en los países de la Europa central, báltica y oriental.
La consecuencia tenía que ser una participación ridícula y el impresionante ascenso de quienes quieren poner fin a la construcción europea porque creen que amenaza la existencia de sus cercados nacionales. Una abstención entre el 54% y el 59% en España, Bélgica, Francia, Lituania, Alemania, Dinamarca, Austria, Letonia y Finlandia; entre el 60% y el 70% en Portugal, Reino Unido, Países Bajos, Suecia, Hungría, y entre el 70% y el 80% en la República Checa, Estonia, Eslovenia, Polonia y Eslovaquia. Así que cerca del 60% de los europeos dijeron no a las urnas. Algunos bien retribuidos profesionales de la política, entre optimistas y turiferarios, pretenden ahora que tan abrumadora cifra no es relevante porque hoy la abstención se ha incorporado a la práctica democrática y apoyan su afirmación en el ejemplo norteamericano. Los estudios sobre las causas del abstencionismo electoral, desde los iniciales análisis de Robert Lane, Political Life. Why people get involved in Politics (Glencoe, 1959) y La participation des Français à la politique, de Jean Meynaud y Alain Lancelot (PUF, 1961) hasta la comparación del comportamiento abstencionista de Subilean y Toinet, Les chemins de l'abstention: une comparaison franco-américaine, muestran que no es posible normalizar una práctica que a esos niveles de generalización, bajo su aparente pasividad, remite siempre a una voluntad de contestación y ruptura. Sobre todo cuando todas las otras variables de participación política (Lester Milbrath, Political Participation, RandMcNally, 1977), como hablar de cuestiones políticas, recaudar fondos para acciones públicas, intervenir en reuniones políticas, tomar parte en manifestaciones, ser miembros activos no funcionarizados de una organización política, exhibir en su atuendo o en su coche un signo político distintivo, etcétera, o no existen o son irrelevantes. Para rematar el descalabro se ha elegido presidente de la Comisión, amenazada de muerte como impulsora del proceso integrador, a un conservador cristiano, copromotor con José María Aznar de la Carta de los Ocho, anfitrión de la reunión de las Azores, de notable insignificancia. ¿Cabe mayor naufragio para las esperanzas europeas?
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