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Ola de cambio en el mundo árabe | Revolución democrática en Egipto

La noche sin dueño de El Cairo

Un hormiguero de ciudadanos anónimos se afanaba en saquear la sede del Partido Nacional Democrático y otros celebraban el triunfo sobre la policía

Enric González

El humo y el gas lacrimógeno componen una mezcla tóxica. Pero el sábado de madrugada, en El Cairo, esa mezcla venenosa olía a libertad. Libertad en bruto, en dosis tan altas que embriagaban. Tras una jornada de batallas callejeras y de violencia indiscriminada, la policía desapareció. Decenas de miles de personas comprobaron que el toque de queda era una orden vacía y que la autoridad se había evaporado. Cualquiera podía hacer lo que le diera la gana. Saquear el museo egipcio, por ejemplo. Uno de los mayores tesoros del mundo se salvó porque hubo gente que decidió protegerlo de los afanes predatorios de otra gente.

Hacia la una de la madrugada, cinco tanques del Ejército permanecían estacionados en la parte trasera del museo. Los soldados mantenían una actitud pasiva, ocasionalmente amistosa hacia los manifestantes. El discurso televisivo del presidente Hosni Mubarak, tan ignorado como el toque de queda, se interpretaba como un signo de que el régimen había perdido contacto con la realidad. La calle carecía de dueño.

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A esa hora, merodeaban por el centro de la ciudad grupos feroces, enardecidos por la victoria sobre la policía, embriagados por algo más que el humo y los gases. El edificio colindante con el museo era la sede central del gubernamental Partido Nacional Democrático, que ardía desde media tarde. Un laborioso hormiguero de ciudadanos anónimos se afanaba en saquear el interior del edificio. Butacas, oropeles, archivos, ordenadores, retratos de Mubarak eran transportados al exterior y desaparecían en la oscuridad, con destino ignoto.

El saqueo de la sede del partido de Mubarak estimuló ciertos apetitos. Era facilísimo saltar desde el patio trasero de la sede al patio trasero del museo, un edificio bajo, accesible, sin especiales medidas de seguridad, repleto de joyas, momias y objetos arqueológicos de valor incalculable. ¿Cuánto podría valer la máscara de oro de Tutankamon?

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Un número indeterminado de personas intentó penetrar en el museo. Los asaltantes no consiguieron su objetivo porque otras personas formaron una cadena humana en torno al edificio para protegerlo. "No debemos arruinar esta revolución, no debemos mostrarnos al mundo como ladrones, solo queremos libertad", insistía uno de ellos.

Más allá, en la plaza Tahrir, una última trinchera policial defendía el Ministerio del Interior. Tras una línea de tanques sin otra misión aparente que impedir el paso de vehículos, los policías lanzaban todavía algunos botes de humo, balas de goma y ocasionales ráfagas de fuego real. Avanzada la madrugada, esa última línea se introdujo en el ministerio y bloqueó las puertas. La plaza emblemática de la revolución, el lugar donde el martes comenzó un proceso vertiginoso, se rindió de forma definitiva a los cairotas.

Hubo saqueos en algunos comercios del centro. El mobiliario urbano (ruinoso desde siempre) fue destruido o incendiado, al igual que numerosos automóviles. El paisaje era el que cabía esperar tras una batalla cruenta en la que el bando vencedor se descubría sin enemigos, sin jefes, sin límites. Podía ocurrir cualquier cosa. Lo que ocurrió en ese momento inicial de la victoria fue, en realidad, relativamente moderado. Gracias, de nuevo, a las personas de ámbitos muy diversos que procuraron calmar los ánimos, sofocar la rabia exultante y mantener un mínimo orden en una situación volcánica. Eran las mismas personas que a la mañana siguiente intentaban limpiar la plaza Tahrir. Esas personas simbolizaban la anarquía en su sentido más puro y noble.

Se hace difícil describir el ambiente de esos momentos. Orgullo, adrenalina, felicidad, ansiedad, vacío. Era como si miles de futbolistas acabaran de ganar una imaginaria Copa del Mundo y permanecieran sobre el césped de un estadio gigantesco: unos se tumbaban en el suelo y lloraban, otros se abrazaban, otros caminaban sin rumbo fijo. Habían ganado. Con una peculiaridad: la policía se había ido, podían sentirse libres, pero Mubarak seguía en su puesto y seguía abierta la posibilidad de que la final de la Copa del Mundo volviera a comenzar al día siguiente. La amenaza de un baño de sangre permanecía en el aire.

Varios jóvenes transportan a un herido en enfrentamientos con la policía antidisturbios en El Cairo.
Varios jóvenes transportan a un herido en enfrentamientos con la policía antidisturbios en El Cairo.ASSOCIATED PRESS

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