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Elecciones en Italia
Columna
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El pasado del futuro

Silvio Berlusconi se ha sacado ya tres veces la jefatura del Gobierno en Italia. No caben más excusas. Tiene que haber para ello alguna razón de mucho peso. El líder de El Pueblo de la Libertad es un placebo para un país exhausto, aunque formidablemente dotado de inteligencia, cultura, buen gusto, y pésima gobernación, impotente, manirrota, corrupta, que sólo sabía concebir el mundo como una trattativa; eso sí, la de los mejores salidos de las aulas universitarias y recriados en las covachuelas del poder.

Extenuada la I República italiana, que aunque presidió el gran milagro económico de los 60 y 70, ya había dado todo de sí a principios de los 90, la nación no quería más divinos gobernantes, ni especialistas en Santa Teresa, siempre de la Democracia Cristiana y alrededores, ni menos se había decidido a dar la vez al compromiso histórico con el PCI (léase pichí); y, por si acaso, alguien había asesinado a Aldo Moro, que llevaba esa operación en la cabeza. El socialdemócrata Bettino Craxi fue una primera tentativa de desmarque de esa República, pero todo en él recordaba demasiado al antiguo régimen. Y, más recientemente, cuando el centro-izquierda ha derrotado en las urnas al líder derechista, la operación ha sido un retorno al pasado, al enfangamiento en un mundo de coaliciones impracticables.

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Ése es el éxito de Berlusconi, ser el negativo de todo lo anterior, y que, aún con lo mucho que se le reprocha: finta constante a la justicia, populismo ramplón, reconstrucción facial y capilar con las que no rejuvenece, sino más bien se desplaza en paralelo a su propia edad, 71 años, para convertirse en un clon desconocido, está ya inscrito en el ADN electoral italiano como apuesta o modelo. Por eso, su victoria es un regreso al futuro, aunque en una forma ya pasada, que se resiste a morir.

Berlusconi no está, sin embargo, solo. Si al líder italiano le quitamos los procesos judiciales, sobreseídos, prescritos o trampeados, la afición a cantar y tocar el piano en los cruceros, y sus récords mundiales de vulgaridad, lo que queda es el presidente de Francia, Nicolas Sarkozy. A ambos, aunque en el caso del francés con algo de pose y en el del italiano con desarmante sinceridad, les une el desprecio por la cultura, el amor a los afeites, transformados por Sarko en alzas de zapatos, y a las señoras del espectáculo, a las que se supone que han retirado perdurablemente. Un estilo. Y les separan, desde luego, otras muchas cosas, como el mismo mensaje de renovación, que el presidente francés aún no ha demostrado que no pueda llevar a cabo, o la reacción de sus respectivas cohortes de votantes: mientras que al italiano lo eligen una y otra vez, por la insistencia de la I República en reaparecer en cuanto le dejan, la opinión francesa no cesa de reivindicar su histórico pasado y decirle a Sarko: no es eso; no es eso. Y como las clases políticas de ambos países se han parecido siempre bastante, todo ello puede apuntar a que si Francia aún cree que a una cierta idea del sistema le queda carrete, en Italia, el hastío y la desconfianza hacia el futuro son totales. Por eso, Roma, que concede tan poca importancia a los sinsabores judiciales de un servidor público, porque nunca se ha tomado en serio la honradez del gobernante, reincide en probar lo único que le faltaba: el aprendiz de brujo, que vende seguridad. A Berlusconi sí que le comprarían muchos italianos un coche de segunda mano.

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Mario Vargas Llosa se preguntaba en una ocasión: "¿Cuándo se jodió Perú?". The Economist habría respondido que cuando el hombre más rico y mediático de Italia fue elegido para suceder al reino de la tangentopoli; pero, todavía hoy, bastante menos de medio país es el que le sigue, porque aunque un 47% de sufragios es un excelente resultado, hay que preguntarse cuántos menos habría obtenido, si descontamos los de la Liga Norte de Umberto Bossi, que habrían seguido al líder padano allí donde acampara con su balbuceo de discapacitado. Italia no se ha jodido; sólo está hurgando por aquí y por allá: esto no se puó far, aquello tampoco, y en el interín le da una nueva oportunidad al histriónico magnate. Seguramente tanto votarle es pasarse, pero la culpa la tienen Prodi, Veltroni, Rutelli, Bertinotti, Casini, y todos los anteriores. Exceptuando, si acaso, a un visionario llamado Carlo Donat-Cattin.

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