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Columna
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Cuanto peor, mejor en Palestina

Estados Unidos e Israel despliegan estos días su diplomacia para impedir que la Autoridad Palestina (AP) solicite ante la Asamblea General de la ONU que la organización reconozca la existencia de un Estado palestino. La aprobación de una resolución en ese sentido no modificaría, por supuesto, la realidad de la intermitente, parcial e indefinida ocupación israelí de Cisjordania, Jerusalén-Este y Gaza, con lo que ese Estado sería tan solo virtual. Pero -calcula la AP- que con ello infligiría un golpe propagandístico al Estado sionista, condenado una vez más ante el mundo por su dudoso interés en negociar la creación de una Palestina independiente, al tiempo que demostraría que es capaz de renunciar al paraguas diplomático norteamericano, a la vista de la impotencia del presidente Obama para impedir que Israel siga poblando de colonos los territorios ocupados.

Israel casi puede dictar la política norteamericana en Oriente Próximo, con Barack Obama o sin él

Las presiones de Washington sobre los palestinos puede que sean tan extremas como para explicar la demora en tramitar aquella petición ante la ONU. Estaba previsto que la moción de la AP -que solo está reconocida como organización internacional con condición de observadora- se presentara estos días para debatirse a fin de mes, pero el secretario general de la ONU, Ban Ki-moon, advertía la semana pasada que ya no había tiempo para hacerlo en septiembre. El presidente de la Autoridad Palestina, Mahmud Abbas, que posiblemente aún duda sobre lo que conviene hacer, está metido por ello en un berenjenal del que difícilmente saldrá sin nuevos desperfectos en su acumen político.

La llamada primavera árabe tenía que provocar alguna reacción en medios del movimiento palestino, y han sido dos. Una legal y burocrática, ante la ONU; y la otra terrorista y contraproducente, los atentados de facciones radicales, a los que Israel ha respondido con la contundencia que era de esperar. La AP -que seguramente se conformaría con pasar de organización a Estado aunque siempre con el limitado carácter de observador- trataba de hacer lo máximo que molestara lo mínimo a Washington; y la respuesta terrorista, por su parte, no hacía más que debilitar el apoyo internacional a la AP.

¿Cuál es la respuesta de Israel? Aparte de la acción diplomática sobre unos 70 Estados de los 156 con que mantiene relaciones, donde considera que sus presiones pueden surtir algún efecto, no parece que promueva grandes iniciativas. La facilidad con que el Gobierno de Benjamín Netanyahu sabe responder que no es ya legendaria, como muestra la reciente negativa a presentar excusas a Turquía, tras la publicación del informe de la ONU sobre el abordaje de una embarcación turca que se dirigía a Gaza, en el que un comando israelí dio muerte a nueve activistas. Y eso que el documento es de un comedimiento que enternece. Solo acusa a los asaltantes de empleo de "fuerza excesiva". Y habida cuenta de que el ataque se produjo en aguas internacionales; que tanto tripulación como pasajeros eran concienzudamente inofensivos; que la misión, cierto que antisionista y de propaganda, transportaba únicamente ayuda para los habitantes de la franja -a quienes no suele sobrarles de nada- no parece que la fuerza fuera lo único excesivo. Y la consecuencia de la negativa a reconocer el grado de responsabilidad que corresponde a la presentación de excusas ha sido la congelación absoluta de relaciones del Gobierno de Ankara con el de Israel. Pero Benjamín Netanyahu es imperturbable. Tel Aviv ya está acostumbrada a estar sola contra el mundo, como demuestra la ley recientemente aprobada en el Knesset, que tipifica como delito cualquier apoyo de sus ciudadanos a medidas internacionales de boicot, tanto de naturaleza intelectual, reuniones universitarias, como material, la exportación de frutas y verduras de los territorios ocupados. El apoyo de Washington resuelve todos los problemas.

Lo clásico sería en este caso referirse al lobby israelí en Estados Unidos como explicación de que el Gobierno israelí casi pueda dictar la política norteamericana en la zona, con Barack Obama o sin él en la presidencia. Pero las cosas son seguramente más sencillas. Washington, y más aún en momentos de conmoción en el mundo árabe como los actuales, sabe en quién puede, en último término, confiar. Es esa utilidad de Israel la que le da peso a su política. Con Estados Unidos al quite, Israel no puede sentirse jamás aislada.

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La notoria insuficiencia, por todo ello, de ambos enfoques del problema -el político y el terrorista- nos remite a un eterno cul de sac. Aquel del que tampoco la segunda y última Intifada pudo sacar al conflicto.

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