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Reportaje:La 'revolución azafrán'

"No podemos repetir la tragedia de 1988"

La oposición está dispuesta a luchar hasta el final por la democracia, pese a que la última revuelta costó la vida a 3.000 personas

"Una revolución a gran escala no es posible hasta que se toca el bolsillo de la gente. Y, esta vez, los militares nos lo han dejado en bandeja". E. S., 24 años y militante de base de la Liga Nacional para la Democracia que lidera Aung San Suu Kyi, no tiene ninguna duda. "El brutal incremento de los precios del combustible y del aceite para cocinar es la oportunidad que estábamos esperando". La decisión, tomada en agosto por la Junta Militar que gobierna Myanmar, ha encendido la mayor protesta que la antigua Birmania vive desde 1988.

Hace 20 años también fueron las penurias económicas de un país al borde del colapso las que llevaron a la movilización, que acabó en tragedia, con unos 3.000 civiles muertos, entre ellos muchos estudiantes y monjes. Los birmanos consiguieron que se celebraran elecciones generales en 1990, pero la Junta Militar no aceptó la victoria de Suu Kyi -premio Nobel de la Paz en 1991-, y el país se sumió de nuevo en la dictadura más férrea.

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Hoy la oposición no quiere un baño de sangre para ganar la libertad, aunque tampoco lo descarta, según dice Z. N., monje budista de 40 años en la somnolienta ciudad de Mandalay. "Sucedió en 1988 y no podemos permitir que vuelva a ocurrir. Nosotros abogaremos siempre por cambios pacíficos, pero somos conscientes de que a veces el enfrentamiento es inevitable. Sólo esperamos que, a diferencia de lo que sucedió hace dos décadas, la movilización traiga paz y democracia, y las vidas no se pierdan en vano", declaró a este periodista, expulsado después por los militares.

Ahora, la esperanza se contagia con rapidez entre los miembros de una oposición que vive en la sombra, siempre amenazada. Las detenciones arbitrarias seguidas de torturas son algo habitual en Myanmar. En un pequeño pueblo cercano a las turísticas ruinas de Bagan, Nyaung U, crece la indignación.

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"Tenemos que comprar la gasolina en el mercado negro, donde cuesta el triple, y cada vez es más difícil sobrevivir", cuenta uno de sus vecinos, E. S. "Nunca he participado en política, pero esta vez ya es demasiado. Nosotros no tenemos qué comer y ellos no hacen más que gastar dinero", añade, desafiando claramente la prohibición de comentar asuntos de política con extranjeros, y aludiendo a la reciente boda de la hija del dictador, el general Than Shwe, suntuosa celebración que corrió a cargo de las arcas públicas y que encendió los ánimos de quienes vieron las fotografías.

Como el 85% de la población, E. S. vive con su familia, de siete miembros, en una pequeña casa de paredes de hormigón desnudo y tejado de bambú. A pesar de las dificultades económicas, no dudan en ceder parte de sus alimentos a los monjes que, en largas hileras, van de puerta en puerta con la salida del sol. Es la prueba del peso que tiene la religión en Myanmar. Y prueba del compromiso del budismo con la sociedad que lo alimenta es la postura de liderazgo que ha tomado en las manifestaciones que salpican el país.

Shwedagon Paya es el corazón espiritual del país y el lugar del que parten las movilizaciones pacíficas de los bonzos birmanos. Sus 98 metros de altura, asentados sobre el único montículo de Yangon, sobresalen en la planicie que ocupa la ciudad.

A. S. es uno de los encargados de guiar espiritualmente a los fieles. Últimamente, no obstante, sus esfuerzos van dirigidos a la concienciación política. A pesar de la insistencia de su compañero para que no lo haga, con la advertencia de que "hay espías hasta en las alcantarillas", el monje decide conversar con este periodista en un lugar discreto de la parte trasera de uno de los templos que componen el conjunto de Shwedagon. En el momento de la entrevista han comenzado las protestas de estudiantes y trabajadores, pero los religiosos se mantienen todavía al margen.

A. S. arremete contra la comunidad internacional: "Estamos completamente solos. A nadie le importa lo que sucede aquí. El embargo es una farsa que sufre la población, no el Gobierno, y que no cumple su función como medida de presión". La junta cuenta con el apoyo de Rusia, que en marzo anunció la construcción de una central nuclear en el país, y de China, que, aunque se mantiene al margen de las protestas, cuenta con importantes intereses en el país. No en vano, Myanmar guarda una de las mayores reservas de piedras preciosas del mundo y yacimientos de petróleo que se rifan empresas chinas.

Las estrechas callejuelas infestadas de ratas que dibujan el centro de Yangon se han convertido en el lugar de trabajo de S. T. Tiene 31 años y desde hace dos se dedica al cambio ilegal de divisas, una actividad que llena las esquinas más oscuras de la ciudad. La imparable inflación lleva a muchos establecimientos a no hacer públicos los precios, y a la población a huir de los bancos.

La incongruente sobrevaloración oficial del kyat birmano, por su parte, hace que la profesión de S. T. le resulte rentable. Sin embargo, la indignación ha llevado a este corpulento padre de tres niñas a formar parte de la oposición que ejerce la Liga Nacional para la Democracia y de una protesta que puede acabar tornándose violenta.

Antes de que llegue la policía, pertrechada con porras de un metro que no duda en utilizar con toda su fuerza, el moneychanger hace una previsión de futuro: "La población no aguanta más corrupción, está harta de tanta violencia y de la falta de libertades. Ahora, además, tiene difícil sobrevivir. Las manifestaciones, por nuestra parte, son pacíficas. Pero no dudo que el Gobierno terminará utilizando la violencia. Quizá sea lo que haga falta para que la protesta derive en una revolución como la que necesita Myanmar".

Un grupo de monjes, durante la manifestación de ayer en Yangon.
Un grupo de monjes, durante la manifestación de ayer en Yangon.REUTERS

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