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Revolución democrática en el Magreb
Columna
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Es posible derrocar a un autócrata árabe

Desde el Atlántico al Mar Rojo, los países del norte de África comparten no sólo vínculos étnicos, lingüísticos, culturales y religiosos, sino también lacras contemporáneas: regímenes autoritarios, corrupción institucionalizada, desarrollo económico raquítico y profundas desigualdades sociales. Tienen asimismo en común el que sus poblaciones sean muy jóvenes, mayoritariamente por debajo de los 30 años. Estas juventudes -vitalistas, conocedoras de lo que ocurre en el mundo gracias a la tele por satélite y a Internet, con mayores estudios que sus padres y abuelos- están hartas tanto de las estrecheces económicas como de ser tratadas como animales por sus gobernantes y sus burocracias.

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Así que, tras el derrocamiento ayer del autócrata Ben Ali, el primer triunfo de una revuelta popular laica y democrática en un país árabe, cabe preguntarse tanto por el futuro de Túnez como por el posible efecto contagio en Argelia, Egipto e incluso Marruecos. Los jóvenes y los reformistas y demócratas del Magreb y el valle del Nilo no tardaron en enterarse de que los tunecinos lo habían conseguido, habían ganado, pagando por ello un elevado precio en sangre, el primer gran asalto de su combate. Es posible echar a un déspota árabe, aunque tenga detrás un tremendo aparato represivo y aunque esté considerado como un alumno modélico por el FMI y como un socio privilegiado por la Unión Europea.

Días atrás, la revuelta tunecina ya tuvo ecos en Argelia, cuya juventud no vive menos hastiada y que, hace dos décadas, protagonizó una gran protesta contra el régimen del FLN que, tristemente, no culminó en una democracia plena, sino en una guerra civil y en lo hoy existente. Cabe, pues, imaginar que anoche mismo los gobernantes vecinos del derrocado Ben Ali pusieron sus barbas a remojar. ¿En qué sentido? ¿Ordenando a sus servicios de seguridad un mayor celo represivo? ¿Imaginando posibles aperturas que les eviten la suerte de su colega? En buena medida, la adopción de una u otra alternativa depende también de la actitud de Europa y Estados Unidos. Si los occidentales emiten un claro mensaje a favor del cambio, algo podría moverse en dirección positiva; si se olvidan, como han hecho hasta ahora, de que hay una alternativa al dilema entre autocracia e islamismo, esto es, la democracia, la dirección será negativa.

En los últimos días se veía que el régimen tunecino se desmoronaba. Se podía intuir que el valeroso combate de la calle iba acompañado por presiones desde dentro del poder. Y debieron ser los militares los que ayer le dijeron a Ben Ali que tomara un avión de inmediato tras ver que miles de jóvenes exigían en la calle el final de su carrera política y se declaraban dispuestos a dar su sangre para obtenerlo. Ojalá que ahora el Ejército tunecino tenga altura de miras y garantice, como hizo el portugués en su día, una transición pacífica hacia un Estado de derecho. Y ojalá los gobiernos y opiniones públicas de Europa comprendan que la seguridad en la ribera meridional del Mediterráneo no la garantizan los déspotas, sólo podrían hacerlo las democracias.

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Se pontificaba mucho sobre la imposibilidad de movimientos democráticos en países árabes y musulmanes. Se justificaba con ello el sostén occidental a sus dictaduras siempre y cuando repriman a los islamistas, controlen la inmigración clandestina y garanticen el suministro de gas y petróleo. Los sucesos de Túnez evidencia que esa es una visión de peligrosa miopía. No hay nada en ese universo, como no había nada en Portugal y España, que le condene fatalmente a la ausencia de democracia.

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