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El pulso israelí a Obama

La renuncia de Benjamin Netanyahu a participar en la conferencia sobre Seguridad Nuclear de Washington ha venido a confirmarlo: la desavenencia entre Israel y Estados Unidos va en serio. Pero aunque parezca cualitativamente distinta de distanciamientos anteriores, queda por ver si Barack Obama tiene la voluntad, y los medios, de ir hasta el final en este pulso mutuo. Lo que implicaría indefectiblemente blandir el arma de los 3.000 millones de dólares de ayuda -¡unos 430 dólares por persona!- que recibe anualmente Israel de Estados Unidos.

Hasta ahora, las fricciones reales entre ambos países habían sido pocas... pero su resultado siempre claro: Israel se había visto forzado a someterse, y sin demora. Como cuando, tras la guerra de Suez de 1956, Dwight Eisenhower y John Foster Dulles obligaron sin contemplaciones a Golda Meir, entonces ministra de Asuntos Exteriores de Israel, a evacuar contra su voluntad la península del Sinaí. Fue el choque más espectacular, pero no el único. Durante la guerra del 1973, Henry Kissinger, con el fin de salvar a Anwar el-Sadat, paró en seco a los israelíes que desembarcaban en la ciudad de Suez con la idea de expandirse por la orilla occidental del canal. Y fue también Kissinger, amenazando con cortar la ayuda militar, quien obligó a Israel tras la guerra a abandonar -de nuevo- parte del Sinaí, incluso el paso de Mitla donde Tel Aviv había instalado un sistema de alerta electrónico. En 1982, tras la invasión israelí del Líbano y cuando la aviación hebrea machacaba Beirut Oeste, fue Ronald Reagan quien ordenó literalmente a Menahem Beguin -el halcón entre los halcones- que pusiera fin a la matanza y permitiera la salida de la capital libanesa de unos 8.000 dirigentes y combatientes de la OLP.

Estos precedentes presentan dos características que los diferencian de la crisis bilateral actual: se produjeron, por una parte, con un presidente republicano. Y por otra, tuvieron como motivo la voluntad de Washington de ayudar a un régimen árabe aliado, principalmente Egipto. Ahora, la situación ha cambiado: primero porque la crisis se produce con un presidente demócrata, un partido que, tradicionalmente, ha sido más vulnerable electoralmente al lobby proisraelí de la Costa Este. Y segundo porque la irritación de Washington, esta vez (se podría incluso decir: por primera vez), tiene como trasfondo el problema palestino, y más concretamente el meollo del conflicto: la política israelí de asentamientos que persigue hacer inviable un verdadero Estado palestino y limitarse a crear tres bantustanes en torno a Nablus, Hebron y Ramalá.

¿Significan estas características nuevas que Washington está realmente dispuesto, esta vez, a ir hasta el final del pulso? Para saberlo, hay que tener en cuenta que para Estados Unidos, la relación con Tel Aviv, paradójicamente, constituye no tanto un problema de política exterior como de política interior: más allá de las relaciones bilaterales de gobierno a gobierno, Israel no duda en influir en la política norteamericana a través de una red tupida de lobbies incondicionales fuertemente atrincherados en el Congreso y los medios de comunicación, y que acostumbran a tachar de todos los males, desde el antisemitismo a la complicidad con el terrorismo, a cualquier responsable político que se distancie por poco que sea de la política del gobierno israelí de turno. ¿Dispondrá Obama, hoy reforzado tras el éxito de la reforma sanitaria, del margen de maniobra suficiente para resistir tal asedio? De la respuesta a esta pregunta depende el futuro de la política norteamericana en Oriente Próximo. Y por tanto, en gran medida, el futuro de la zona.

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