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Columna
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Las dos revueltas del mundo árabe

En el mundo árabe se debaten dos grandes movimientos de los que depende la futura fisonomía política del planeta. Uno que lleva casi 20 años de existencia es Al Qaeda, que con sus ramificaciones, franquicias y seguidores autónomos se extiende a una parte del orbe islámico contra el gran enemigo exterior, Occidente, pero también contra los Estados árabes, el enemigo interior que coopera con las potencias occidentales, en gravísima apostasía del verdadero islam; y el otro es la revuelta popular en el norte de África y Oriente Próximo, aparentemente encarrilada en Túnez y Egipto; empantanada en Libia; motor de agitaciones por ahora menores en Marruecos y Argelia; masacrada en Siria por un régimen filo-iraní; permanentemente al borde de la victoria en Yemen; y de ecos relativamente débiles en Jordania y emiratos del Golfo.

O se impone la revuelta democrática árabe o se reforzarán las opciones del rigorismo terrorista
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No son movimientos homogéneos, pero presentan coincidencias fácticas. En la revuelta contra las dictaduras árabes se confunden islamistas extremos, en número limitado, con manifestantes del común que piden pan, justicia y libertad, seguramente por este orden, de mucho mayor aunque informe seguimiento. La caída del opresor es un objetivo que comparten, pero una fracción de islamistas persigue la instalación de poderes ultrarreligiosos, que podrían competir un día con las tiranías más conspicuas. Y si el extremismo terrorista ataca a la vez a Occidente y a sus paniaguados árabes, la revuelta se desmarca también de la política norteamericana cuando derroca y detiene al expresidente egipcio Hosni Mubarak, que servía perrunamente a los intereses de Washington y por contagio israelíes. Pero ambos resultan a medio plazo incompatibles.

O se impone la revuelta que cabe suponer de base democrática, que eliminaría o contrarrestaría el humus popular en el que medra el resentimiento contra Occidente, o el desaprovechamiento de esa oportunidad de demostrar que el islam es tan democratizable como cualquier otro monoteísmo, reforzaría las opciones del rigorismo terrorista. Una nueva salida en falso, tras las desastrosas experiencias del parlamentarismo, o de las dictaduras socialistas y neoliberales del mundo árabe en el siglo XX, dejaría el testigo del combate por la modernidad en manos del binladenismo, ahora sin Bin Laden.

En Israel se ha sostenido comúnmente que el fondo del problema es la incapacidad árabe de asumir la democracia, basándose en la teoría de que las democracias no se hacen la guerra. Pero si las capitales árabes, sobre todo El Cairo, evolucionan hacia la democracia, se crea una situación totalmente nueva. Inicialmente las relaciones entre Egipto e Israel -como está ocurriendo- tenían que enfriarse. La eventual unificación palestina y el tránsito de buques iraníes por el canal de Suez congelan ya la paz firmada en 1979, aunque no es verosímil que el país del Nilo llegue a denunciar el tratado, porque eso enojaría extremadamente a Washington. Pero la reivindicación de la Autoridad Palestina no solo no cedería, sino que se vería enormemente reforzada por la democracia. A medio plazo, sin embargo, las cosas podrían ser muy distintas.

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La nación judeo-israelí sufre la comprensible paranoia de sentirse cercada por el árabe. Y aunque se ha mostrado siempre mucho más fuerte en lo militar que sus sitiadores, la convicción de que hasta la sombra de una derrota pone en peligro su existencia funciona de manera impecable en gran parte de la población. Únicamente cuando ese sentimiento deje de ser sostenible desaparecerán las poderosas pulsiones populares en las que se basa el expansionismo territorial de los sucesivos gobiernos, izquierda y derecha, de Israel. Hoy, las perspectivas reales de que una negociación dé sus frutos, cualquiera que sean los esfuerzos del presidente Obama a punto de revelar una nueva iniciativa de paz, parecen escasas. El solo hecho de que la AP anuncie para septiembre la petición a la Asamblea General de la ONU de que apruebe la creación de un Estado -fantasma- palestino, muestra cuán inútil cree proseguir unas conversaciones en las que Israel jamás ha mostrado un mapa oficial de lo que está dispuesto a devolver a los habitantes originales.

La democratización de esa parte del mundo desnudaría del todo la posición de Israel ante la comunidad internacional y podría facilitar, pero no para mañana, la formación de una futura generación israelí -que ya se anunció prematuramente en los años noventa como postsionista- capaz de pensar su entorno y de pensarse de otra forma. Para ello, sin embargo, parece imprescindible que las revueltas del Atlántico al Éufrates instauren verdaderas democracias en la mayor parte del mundo árabe, y sin duda en Egipto.

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