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Tribuna:Un conflicto enquistado
Tribuna
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Hacia una solución política

La comunidad internacional tiene un doble interés en Afganistán. Primero, evitar que los talibanes recuperen el poder y restablezcan un Estado islamista radical que sea de nuevo sede y apoyo para el terrorismo yihadista de Al Qaeda, con la consecuente amenaza para Occidente. Y segundo, ayudar a sus atormentados habitantes a reconstruir un Estado fuerte y democrático, con un nivel suficiente de seguridad, bienestar y libertad.

El orden no es casual. Es difícil determinar cuál de ambos objetivos es primordial, sobre todo porque la prioridad varía de país a país -e incluso dentro de cada uno de ellos- pero, en cualquier caso, están claramente interrelacionados, ya que si fracasa el segundo objetivo también lo hará el primero. Ésta es la razón política -además de las puramente éticas- por la que la reconstrucción y la ayuda al desarrollo deben prevalecer sobre las opciones militares.

Ni la policía ni el Ejército afgano tienen capacidad para controlar la situación
La URSS no dominó Afganistán con 100.000 soldados. ISAF sólo dispone ahora de 35.000
Hay que ganar tiempo, y debe aprovecharse para encontrar una salida política
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Han pasado seis años desde el lanzamiento de la Operación Libertad Duradera y la constitución de la Fuerza Internacional de Asistencia a la Seguridad (ISAF). Aunque en ese tiempo ha habido ciertos progresos, la situación en Afganistán puede calificarse de mala, siendo generosos. El Gobierno de Karzai, minado por la corrupción y la ineficacia, está lejos de controlar un país en el que -además de los talibanes- numerosas milicias armadas campan a sus anchas bajo las órdenes directas de los señores de la guerra -muchos de ellos antiguos componentes de la Alianza del Norte-, que no respetan en absoluto la autoridad del Gobierno central.

Las previsiones del Acuerdo por Afganistán, alcanzado en la conferencia de Londres el 31 de enero de 2006 -que diseñó un calendario de reconstrucción y estabilización con el horizonte de 2010- no se están cumpliendo. Ni la policía ni el Ejército nacional afgano han alcanzado la mínima capacidad para controlar la situación.

Los esfuerzos de reconstrucción han tenido un impacto muy limitado en las provincias, especialmente en las infraestructuras. Los servicios esenciales -agua potable y electricidad- siguen sin llegar a la mayoría de la población fuera de Kabul y no se ha conseguido mejorar el nivel de vida de los afganos que subsisten en gran número gracias al cultivo de opio, el cual alcanzará este año, según la agencia de Naciones Unidas contra las drogas y el crimen organizado, el 93% de la producción mundial, con más de 8.000 toneladas. Un 34% más que el año pasado, con el que se financian los señores de la guerra, los talibanes y buena parte de los funcionarios gubernamentales.

La intervención en Afganistán no ha frenado la actividad terrorista de Al Qaeda, que sin este refugio ha sido capaz de promover atentados como los de Bali, Madrid y Londres, entre otros. La actividad de los talibanes en el territorio afgano, lejos de reducirse, ha ido en aumento, especialmente en las provincias de Helmand, Kandahar y Uruzgán; pero no sólo en ellas, como desgraciadamente sabemos. Los atentados con bomba y los ataques armados se han triplicado desde el año 2005. Las bajas de la coalición internacional han ido aumentando año tras año hasta alcanzar actualmente más de 750 entre la Operación Libertad Duradera (OEF) e ISAF. Y varios miles de afganos -el número varía mucho según las fuentes- han muerto por las armas desde 2001, entre ellos muchos civiles, incluidos niños. Cada vez un mayor número de estas bajas civiles están siendo producidas por las fuerzas internacionales, especialmente por el apoyo aéreo a los combates de las fuerzas de operaciones especiales de EE UU, lo que unido a la falta de mejora del nivel de vida está empujando a buena parte de la población afgana hacia un mayor rechazo del Gobierno de Karzai y de las fuerzas extranjeras y un mayor apoyo a los talibanes, que tienen cada vez más presencia y están extendiendo sus acciones por buena parte del país desde sus tradicionales feudos en las provincias del sur.

La comunidad internacional, que ha invertido hasta ahora 10 veces más en gasto militar que en reconstrucción y ayuda al desarrollo, tiene que plantearse seriamente qué hacer en Afganistán para tratar de revertir drásticamente la situación. Algunos abogan por aumentar la presión militar incrementando el número de tropas allí desplegadas, pero es más que dudoso que ésa sea una solución a largo plazo. Actualmente, la ISAF dispone de unos 35.000 efectivos, a los que habría que sumar los más de 7.000 de la OEF que se mantienen bajo mando de EE UU. En la década de los ochenta, la Unión Soviética llegó a tener más de 100.000 soldados en el país asiático sin conseguir dominarlo.

No es fácil determinar cuántos soldados harían falta realmente para conseguir un control efectivo del país, incluidas sus fronteras, pero baste decir que en Kosovo, con una superficie 60 veces más pequeña y una población 15 veces menor que Afganistán, la OTAN tuvo desplegados 50.000 efectivos en el periodo más critico. ¿Estarían dispuestos los países que tienen tropas en el país asiático a desplegar 300.000 o 400.000 soldados durante un periodo indeterminado de tiempo?

Si no es así, las opciones están claras: retirarse; mantenerse como hasta ahora, asistiendo a un deterioro progresivo de la situación sin perspectivas ciertas de lograr una real estabilización del país; o explorar las vías para buscar una solución más realista. En este momento, la retirada de las fuerzas multinacionales sería una catástrofe. Si se produjera, la guerra civil estallaría de nuevo inmediatamente con altas probabilidades de que el país quedara dividido o cayera por completo en manos de los talibanes, lo que no ayudaría precisamente a que los afganos decidieran libremente su futuro, además de suponer un fracaso de la OTAN -y en general de la comunidad internacional, incluida la ONU-, que daría alas al radicalismo islamista y al terrorismo internacional yihadista.

No obstante, la acción militar por sí misma no va a resolver el problema. Se puede contener a los talibanes durante cierto tiempo y minimizar los daños que causan, pero una victoria sobre ellos -en el sentido clásico de la palabra- es impensable a largo plazo, al menos mientras no se impermeabilice la frontera con Pakistán, algo prácticamente imposible si no se cuenta con una implicación absoluta de este país y muy difícil aun contando con ella. Por cada 100 combatientes que pierdan, habrá detrás otros 1.000 salidos de las madrazas (escuelas coránicas) paquistaníes dispuestos a sustituirlos. Y a medida que las acciones sean más violentas por ambas partes, y se produzcan más bajas civiles, menor apoyo tendrán Karzai y la presencia de fuerzas multinacionales entre la población.

Es necesario, por tanto, buscar una solución política realista -mientras se tiene el control militar de la situación- que permita diseñar un futuro estable para Afganistán. Esta solución sólo puede pasar por la revisión del Acuerdo por Afganistán alcanzado en la conferencia de Londres para conseguir un nuevo acuerdo político interno que integre a todas las fuerzas políticas en presencia, incluidos aquellos sectores de los talibanes que estén dispuestos a renunciar a la violencia a cambio de su participación en la dirección del país, en línea con las recientes iniciativas del presidente Karzai. La condición exigida por los talibanes, la retirada de las fuerzas multinacionales, es inaceptable, ya que cambiaría radicalmente la relación de fuerzas existentes en perjuicio del todavía débil Gobierno afgano y permitiría a los talibanes recuperar el poder.

Pero negociar con ellos, desde una posición de fuerza, un calendario de desarme e integración política, que sería seguido de una retirada progresiva de las fuerzas internacionales a medida que el acuerdo entrase en vigor y el escenario se fuera estabilizando, lejos de ser una muestra de debilidad lo sería probablemente de visión política y madurez, aunque será difícil conseguirlo.

No todos los talibanes son terroristas y su situación tampoco es fácil. El entorno del mulá Omar -que ya ha tenido responsabilidades de Gobierno- podría ser sensible a explorar un acuerdo. La integración de la mayoría de los talibanes, con el peso político relativo que democráticamente les corresponda y que no les permitiría imponer su radicalismo político y religioso al resto de la sociedad afgana, contribuiría a debilitar en gran medida a aquellos que continuaran con las actividades armadas y permitiría consolidar el Estado afgano con el objetivo de que deje de ser, de forma permanente, una amenaza para la seguridad internacional y pueda ofrecer a sus ciudadanos un futuro mejor. Por su parte, la comunidad internacional debería apoyar el proceso multiplicando sus esfuerzos en la reconstrucción civil y la ayuda al desarrollo porque una mejora sensible en el nivel de vida de los afganos hará más por la paz que varios miles de soldados.

Esta solución tampoco sería viable si no contase con el apoyo explícito y sincero de los países fronterizos con Afganistán, incluidos Tayikistán, Uzbekistán y Turkmenistán -origen de minorías de distinta importancia en el país- pero sobre todo de Pakistán, que es sin duda el más importante, y de Irán, que podría jugar aquí -por su probada hostilidad hacia los talibanes- un papel estabilizador con el que empezaría a salir del ostracismo internacional al que está sometido. Si todos estos países alcanzaran un acuerdo y se comprometieran a garantizar la estabilidad del Estado afgano con el respaldo de la comunidad internacional, se abriría sin duda una puerta de esperanza para la solución definitiva del problema. No olvidemos que por razones culturales, históricas y religiosas, jamás un país occidental podrá tener una mínima parte de la influencia que sobre la sociedad afgana pueden tener las naciones de su entorno.

Lo único que puede hacer el compromiso militar de los países actualmente implicados en el teatro afgano es ganar tiempo. El mejor servicio que podemos prestar a Afganistán, y a nosotros mismos, es aprovechar ese tiempo para poner en marcha una solución política posible, teniendo en cuenta la realidad del país y de su región, que permita estabilizar la situación en grado suficiente antes de que su deterioro y la presión de la opinión pública en nuestros países nos obliguen a abandonarlo a su suerte en peores condiciones que las actuales.

Hamid Karzai, presidente de Afganistán.
Hamid Karzai, presidente de Afganistán.
El general José Enrique de Ayala
El general José Enrique de Ayala

Libertad Duradera

El 7 de octubre de 2001 Estados Unidos y Reino Unido, a los que se unieron después Canadá y otros países, lanzaron -basándose en las resoluciones 1.368 y 1.373 del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas- la Operación Libertad Duradera (OEF) con el objeto de destruir o capturar a los miembros de Al Qaeda responsables de los ataques del 11-S y, de paso, acabar con el régimen talibán que los amparaba.

El 20 de diciembre de ese mismo año, la resolución 1.386 creaba la Fuerza Internacional de Asistencia a la Seguridad (ISAF) con la finalidad de proporcionar seguridad en Kabul y sus alrededores para permitir el desarrollo de las instituciones políticas, tal como estaba previsto en el Acuerdo de Bonn firmado el 5 de diciembre por todas las fuerzas políticas opuestas al régimen talibán.

En agosto de 2003 la OTAN se hizo cargo del mando de ISAF que comenzó su expansión por el resto del país hasta asumir, en octubre de 2006, la responsabilidad de todo el territorio y, con ella, la misión -prevista en principio sólo para OEF- de combatir a los talibanes.

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