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Columna
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El tesoro de Las Indias

La Justicia estadounidense ha fallado a favor de España en el litigio por el tesoro que transportaba la nave Nuestra Señora de las Mercedes, hundida por barcos ingleses en 1804 frente al cabo de Santa María, costa portuguesa del Algarve. El cargamento de unas 500.000 monedas de plata y oro había sido recuperado por la empresa Odyssey, dedicada al rescate de valiosos pecios marinos, y aunque el tribunal de Florida sólo le ha dado unos días para devolver el botín, habrá recurso y el conflicto, que lleva dos años ante los tribunales, podrá prolongarse bastantes más hasta tanto llegue al Tribunal Supremo; tiempo muy apropiado para que el Estado español piense lo que quiere hacer con el tesoro, en la aparente probabilidad de que las dos sentencias anteriores sean ratificadas.

¿Tienen algún derecho a la propiedad los pueblos americanos sobrevenidos por la colonización?

¿A quién pertenece hoy tan preciada carga? Con arreglo a títulos legales, no cabe duda. El buque era español, las monedas también -habían sido acuñadas en la ceca de Lima, virreinato del Perú-, la plata y el oro procedían de placeres coloniales, y una parte de aquellas siete u ocho toneladas de metales preciosos debía aliviar la penosa situación económica de una monarquía en quiebra tan absoluta como ella misma. Pero en 2009 los títulos de propiedad que cuentan pueden ser mucho más simbólicos que legales, y deben juzgarse a la luz de los intereses exteriores de España.

Las remesas de metal habían caído considerablemente en las últimas décadas del siglo XVIII por el agotamiento de algunas fuentes; por el mayor agotamiento aún de la marina de guerra española, cuyo grueso estuvo más dedicado a aventuras europeas que a defender América; y por la acción destructora de la mayor marina del mundo, la inglesa, que cuando se hallaba en guerra con la monarquía hispánica izaba un pabellón y cuando en paz, otro, el del corsario como taparrabos legal del pirata. En 1804, diplomáticamente coagulada ya la sangre en la guillotina de Luis XVI -1793-, España estaba aliada con la Francia revolucionaria de la que esperaba protección de los cargamentos de ultramar, y de nuevo en conflicto con Inglaterra.

El barco español tuvo que ser uno de los últimos que llegaron con tesoro apreciable a las costas peninsulares. Y aunque se habla de monedas de oro y plata, debería abundar mucho más lo segundo porque, aparte de que jamás hubo oro en grandes cantidades en la América de la conquista, los ríos colombianos que alimentaron durante un tiempo una modesta corriente del metal, estaban ya exhaustos. El valor atribuido en moneda contemporánea -500 millones de dólares (casi 350 millones de euros)- estará, por tanto, justificado desde un punto de vista histórico o arqueológico-numismático, pero no por la cantidad de mineral argentífero.

¿Tienen algún derecho a la propiedad los pueblos americanos, originarios o sobrevenidos por la colonización? Con los códigos en la mano parece sumamente improbable. En Perú se ha hecho algún ruido sobre el caso, pero nada parecido a un Estado peruano existía entonces, y si la república limeña era una natural y depredadora prolongación de la colonia, después de la batalla de Ayacucho (1824) la nación independiente tenía más acuciantes problemas que reclamarle nada a España. Inglaterra no ha devuelto los Elgin marbles de la antigua Grecia a Atenas, ni unos cuantos monumentos del pasado faraónico a El Cairo, con lo que España podría considerarse en sólida compañía. Pero nadie puede negar que el metal procedía de tierras del virreinato, extraído por brazos de indígenas y esclavos.

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Agentes de Pekín recorren hoy el mundo en busca de joyas, artefactos e hitos artísticos que la rapiña colonial desparramó por Occidente, y aunque es cierto que los títulos de propiedad parecen en este caso más defendibles por la extraordinaria continuidad entre el imperio del centro -de algún millar de años antes de Cristo- y el posmaoísmo de la China contemporánea, lo que no ocurre entre la Grecia clásica y el Gobierno de Papandreu, ni entre el Egipto de Memfis y Hosni Mubarak, lo que cuenta aquí es una nueva sensibilidad que legitima búsquedas y reclamaciones.

Repartir el tesoro parece impracticable, porque ¿con quién podría hacerse?; calcular su valor e invertir otro tanto en ayuda al Tercer Mundo iberoamericano sonaría paternalista; pero cabría constituirlo en una especie de fondo, junto a otras piezas del botín americano, que aunque tuviera su sede -temporal o no- en España, se declarara patrimonio general de todos los pueblos de América Latina. Una verdadera Alianza de Civilizaciones tendría esas cosas.

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