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Columna
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Tres tristes fados

Europa juega estos días en un campo de juego marcado por tres vértices de sabor portugués. En un extremo está la Agenda de Lisboa, un paquete de reformas económicas aprobado bajo la presidencia portuguesa del año 2000 que pretendía hacer de la UE la economía más competitiva y dinámica del mundo en el año 2010. En el otro está el Tratado de Lisboa, una obra maestra de la ingeniería jurídica diseñada para resucitar la difunta Constitución Europea del golpe de muerte infligido por los ciudadanos franceses y holandeses en la primavera de 2005. Y en el vértice se sitúa José Manuel Durão Barroso, el presidente de la Comisión Europea de origen portugués que, una vez propuesto por el Consejo Europeo la semana pasada, aspira a revalidar su mandato ante el Parlamento Europeo.

Las podas e injertos al Tratado de Lisboa han dejado a la princesa Europa con aspecto de Frankenstein

En honor al tópico, la música que emite este triángulo, más que el Himno de la alegría de Beethoven, parece uno de esos fados que se derraman por las rejas de las casas del Barrio Alto de Lisboa. ¿Por qué este punto melancólico de la agenda europea de estos días?

Por un lado, la Agenda de Lisboa ha agotado su ciclo de vida sin que, a seis meses de su vencimiento, hayamos visto los brotes que nos anuncien el advenimiento de una economía dinámica y competitiva, basada en el conocimiento y sostenible social y medioambientalmente. Por otro, todo lo relativo a la ratificación del Tratado de Lisboa ha superado con creces la barrera del hastío: las sucesivas podas e injertos practicados en forma de protocolos, anexos y declaraciones han dejado a la princesa Europa con tal aspecto de Frankenstein que el mismísimo Zeus se pensaría dos veces si volverla a raptar. Y por último, salvo que sorpresa parlamentaria de última hora haga naufragar su segundo mandato, tampoco puede decirse que Barroso sea un candidato que encandile por su fuerza, capacidad de liderazgo y visión de futuro.

Tocará a la próxima Comisión Europea, apoyada por presidencias como la española, revisar la Agenda de Lisboa. Esa tarea no será fácil ya que, como ha demostrado esta crisis, los europeos distan todavía mucho de ponerse de acuerdo en la mejor manera de gobernarse económicamente y, lo que es más importante, siguen estando bastante de acuerdo en no dejar a la Comisión Europea asumir un liderazgo significativo. Completar la unión monetaria, introducir mecanismos de regulación y supervisión financiera, rehacer el presupuesto comunitario y lograr y ejecutar un acuerdo sobre cambio climático forman una inmensa agenda para unos Gobiernos ensimismados.

En cuanto al Tratado de Lisboa, una vez recauchutado con un paquete de declaraciones sobre fiscalidad, moralidad y neutralidad destinadas al público irlandés, todo está, una vez más, supeditado al nuevo referéndum que se celebrará este otoño. No me pregunten cuál es la relación entre fiscalidad, moralidad y neutralidad (el tema da, desde luego, para más de una observación irónica); simplemente me pregunto qué visión de Europa es esa que combina bajos impuestos al capital, criminalización del aborto y rechazo a que Europa asuma su propia defensa. Pese a ello, los irlandeses todavía podrían votar en contra del Tratado, lo que supondría enterrar diez años de negociaciones y sinsabores. O también puede caer el Gobierno de Gordon Brown en Reino Unido y ser reemplazado por el conservador Cameron, lo que también significaría la muerte definitiva del Tratado.

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Finalmente está el presidente Barroso, obligado a reinventarse a sí mismo. Su mandato anterior no puede ser una guía válida para el siguiente. Durante los últimos cinco años, la Comisión Europea ha sido ninguneada por los Estados. Barroso ha servido bien a los Gobiernos (por eso le han prestado su apoyo para la reelección) pero ahora no debería preocuparse por obtener un tercer mandato, sino por adoptar un papel mucho más activo.

Toda institución tiene límites, y los de la Comisión Europea son bastante obvios: se trata de una institución híbrida, a medio camino entre un Gobierno y una agencia independiente. El resultado irrita a todos por igual: unas veces parece una burocracia politizada, que es lo peor que puede parecer una burocracia, y otras veces parece un Gobierno débil, que es lo peor que puede parecer un Gobierno. Sin embargo, dentro de los mismos límites, y aún con las mismas reglas del juego, se pueden hacer muchas cosas. La diferencia entre Kofi Annan y Ban Ki-moon al frente de la secretaría general de la ONU es bastante ilustrativa: el primero, además de servir a los Estados, siempre quiso hablar en nombre y para los ciudadanos del mundo; el segundo no ha querido jugar ese papel. El resultado no es casual: una (la ONU) languidece, la otra (Europa) suspira.

jitorreblanca@ecfr.eu

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