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Intervención aliada en Libia
Columna
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El vendaval del cambio es imparable

"Algunos de nosotros creíamos que el término democracia no formaba parte del vocabulario de estos países". La franqueza de la declaración del comisario europeo de Ampliación y Política de Vecindad, Stefan Füle, revela con crudeza las causas del lamentable fracaso de la UE en su política de apoyo sin rebozo a las dictaduras árabes y el condigno desprecio a las aspiraciones de sus pueblos.

El vendaval que sacude el mundo árabe desde el comienzo de la insurrección tunecina y la caída de Ben Ali, seguida poco después por la de Mubarak, es imparable por muchas medidas de contención -represión, concesiones- que le pongan unos regímenes más o menos autoritarios conscientes de pronto de su propia vulnerabilidad. La juventud que, con las armas que le procuran las nuevas tecnologías, proclama sus ansias de libertad, democracia y de una vida digna ha perdido el miedo. Del Atlántico al Golfo millones de personas reclaman su derecho a ser tratados como ciudadanos y exigir Gobiernos decentes. Pese a las incógnitas abiertas por la intervención militar en Libia conforme a las resoluciones del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas y por la voluntad del sátrapa de hacer correr ríos de sangre, el proceso de cambio en marcha ignora las fronteras. Ningún Estado podrá librarse de él.

Son los pueblos y no los Gobiernos los que ahora fijan el calendario y tienen la palabra
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Resultan patéticas, cuando no hilarantes, las apresuradas y sucesivas promesas de apertura que, en la línea de las formuladas por Ben Ali y Mubarak poco antes de retirarse de la escena, escuchamos en boca de los jefes de Estado de Oriente Próximo y el Magreb desde que comenzó la revuelta. La gerontocracia argelina en el poder desde 1963 promete la construcción de un millón de viviendas para quienes malviven en villas miseria y autoriza a los millares de parados de la capital a convertirse en manteros. El monarca saudí elabora un presupuesto de 150.000 millones de euros para frenar el descontento popular. Pero, como se preguntan los "beneficiados" por tales larguezas, si los Estados que los gobiernan disponen de semejantes medios, ¿por qué han esperado décadas y décadas en emplearlos para el bienestar y educación de sus pueblos? Palacios y chozas, élites corruptas y licenciados en paro, hijos de la nomenclatura con estudios en las mejores universidades de Europa y Norteamérica (Said el Islam Gadafi es un buen ejemplo de ello) y sistemas educativos misérrimos o de mero y absurdo adoctrinamiento (¡para sacar un máster de tecnología en Bengasi, la mejor manera y más rápida de hacerlo era escribir una tesis sobre el Libro Verde!). La lista de iniquidades e insultos a la inteligencia es larga y la detengo aquí.

A diferencia de lo acaecido en la guerra del Golfo y el asedio de Sarajevo, nadie puede ocultar hoy la verdad. La matanza de manifestantes por el dictador en ejercicio desde hace 32 años en Yemen o los jóvenes de Deraa que se echan a la calle pese al férreo control de la policía siria, el recurso al Ejército saudí por la dinastía reinante en Bahréin para barrer a los contestatarios de la plaza de la Perla no arredran a quienes reclaman con peligro de sus vidas elecciones libres e imparciales y Gobiernos creíbles. Europa debería avergonzarse de su cinismo y poner de una vez en práctica -sin tener que recurrir in extremis a medios militares para impedir un baño de sangre- una política destinada a alentar el movimiento democratizador del mundo árabe en vez de firmar suculentos contratos con sus dictadores y autócratas en detrimento de quienes no quieren vivir sujetos a ellos.

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La situación es obviamente distinta de un Estado a otro. Catar no es Siria ni Marruecos Arabia Saudí. Hay teocracias y dictaduras que ocupan la totalidad del espacio público y países con una sociedad civil en curso de desarrollo, en los que es posible apoyar la transición política que reclaman jóvenes, asociaciones y sindicatos. La universal aspiración a la dignidad y a una Constitución verdaderamente democrática debe encauzarse con firmeza y serenidad, evitando las provocaciones contrarias a dichos objetivos. Una cosa es clara y bien clara: son los pueblos y no los Gobiernos los que a partir de ahora fijan el calendario y tienen la palabra.

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