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Desconectar para así poder reconectar

Crónica de un 'tecnoadicto' que ha optado por desenchufarse un día a la semana para mejorar su calidad de vida

Un fin de semana reciente me tomé un verdadero día libre: ordenadores desenchufados, móvil guardado en mi maletín y timbre del teléfono fijo apagado. Estuve totalmente desconectado durante 24 horas. El motivo de este cambio era natural y predecible. Cuando regresaba en avión de un viaje a Europa hace unos meses, pasé la tarjeta de crédito por la ranura del teléfono del asiento, leí el correo electrónico y me privé del santuario de la cabina.

A esas alturas de mi vida, la única manera que tenía de escapar era mientras dormía. Sin embargo, había desarrollado el hábito de dejar el ordenador portátil junto a la cama para poder revisar el correo electrónico. Había aprendido a convertir mi agenda electrónica en un módem para acceder mejor a la Red desde mi ordenador portátil cuando viajaba en tren. Por supuesto, también utilizaba esa agenda electrónica de manera convencional, respondiendo cuando vibraba.

"Una vez que superé el miedo a no estar disponible y lo que ello podía acarrear, experimenté lo que, de no ser tan escéptico, denominaría una levedad del ser. Conseguí parar"

En otras palabras: me llamo Mark y soy adicto a la tecnología. Pero después de mi experiencia en el avión, decidí hacer algo al respecto. Así empezó mi sabbat laico -una expresión que descubrí en los blogs-, un día a la semana para liberarme de pantallas, timbres y pitidos.

Un día como los de antaño, no sólo de descanso, sino también de alivio. Sin embargo, como muchos otros, me preguntaba si romper mi hábito sería del todo beneficioso. Me preocupaban los compañeros, amigos, hijas, padres y otros que confiaban en mí, la gente que sabía que, estuviese en casa o ausente, les respondería, si no al instante, al menos sí antes de que acabara el día. ¿Y si ocurría algo importante, algo que no podía esperar 24 horas? ¿O era sólo uno de esos estadounidenses que han desarrollado el último problema de los ciudadanos de este país, el trastorno de adicción a Internet?

En cuanto empecé a investigar descubrí a otras personas que sentían la necesidad de desconectar, de intentar volver a conectar con las cosas reales en lugar de las virtuales, unas vacaciones moderadas pero cumplidas a rajatabla, alejados de la mercadotecnia omnipresente y la aplastante carga que supone el estar en contacto.

No es nada sorprendente, como señala David Levy, catedrático de la escuela de información en la Universidad de Washington. "Lo que está sucediendo en la actualidad es una locura", dice, asegurándome que ha utilizado ese término de manera intencionada. "Llevar una buena vida exige cierto equilibrio, un poco de tranquilidad. Existen dudas respecto a los límites del cerebro y el cuerpo y esto guarda algunos paralelismos con el movimiento ecologista ".

Este movimiento, que busca la desconexión, parece cobrar impulso en todas partes, desde la blogosfera, donde gente informatizada como Ariel Meadow Stallings (electrolicious.com/unplugged) se jactan de apagar las pantallas una vez por semana, hasta el mundo empresarial.

Por ejemplo, Nathan Zeldes, un ingeniero jefe de Intel (sus empleados leen o envían tres millones de correos electrónicos diarios), dirige dos experimentos. En uno de ellos, la gente pasa una mañana a la semana en el trabajo pero sin conexión, y en el otro la gente reduce conscientemente su envío de correos electrónicos. Aunque no ha facilitado los resultados, Zeldes se siente animado y dice que la gente está dispuesta a participar.

Pero he descubierto que el sabbat laico no es tan fácil de respetar. En mi primer fin de semana, el pasado otoño, lo apagué todo deprisa el viernes por la noche y me fui a la cama a leer. Me desperté nervioso, anhelando mi ordenador portátil. Como estaba prohibido, eché mano del teléfono. No, eso tampoco. ¿Y enviar un mensaje de texto? No. Estaba nervioso, agitado incluso. Sobreviví. Leí el periódico de cabo a rabo, sin hipervínculos. Intenté no hacer nada, lo cual desembocó en un largo paseo sin MP3, una siesta y más lectura, una novela. Bebí té (la cafeína no ayudaba) y miré por la ventana.

Formatos distintos para cada persona

Cociné algo, me acosté y leí un poco más. Paulatinamente, durante aquel fin de semana y los dos siguientes, me adapté. Pero pronto llegó la recaída: había cosas importantes que hacer, plazos y comunicaciones urgentes. Ya saben cómo son esas cosas. Llamé a Andrea Bauer, una directiva y preparadora de desarrollo profesional de San Carlos, California. Me aseguró que, curiosamente, hay que trabajar para dejar de trabajar.

"Se precisan formatos distintos para cada persona, y tienes que ir paso a paso: no puedes correr ocho kilómetros si nunca has hecho deporte". Cada vez era más consciente de que existe un motivo por el que los sabbat no laicos -los días sagrados de cristianos, judíos y musulmanes-, siguen unas normas que requieren disciplina.

En su día, esas normas se imponían incluso a los no creyentes: no hace falta ser un anciano para recordar cuando los estadounidenses no tenían más opción que reducir su actividad en domingo. Las tiendas y las oficinas -incluso los restaurantes- estaban cerrados y nos ocupábamos de nosotros mismos y de nuestras familias.

Ahora es cosa nuestra. Volví a no trabajar, siguiendo diligentemente mis normas, que consistían en hacer menos cosas un día por semana. Los paseos, las cabezadas y la lectura se convirtieron en algo habitual y tan agradable como lo era antes de obligarme a hacerlo. Han pasado más de seis meses, y aunque no soy ni mucho menos un hombre nuevo -todavía nadie me ha tildado de tranquilo-, esta hazaña es distinta de todas los demás.

Sinceramente, creo que tiene que haber una manera de imponer cierta reflexión, o al menos tranquilidad, en la vida moderna, o como mínimo mi versión. Una vez que superé el miedo a no estar disponible y lo que ello podía acarrear, experimenté lo que, de no ser tan escéptico, denominaría una levedad del ser. Me sentí conectado a mí mismo en lugar de a mi ordenador. Tenía tiempo para pensar y distanciarme de las exigencias cotidianas. Conseguí parar.

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