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Columna
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Ajo, la micropoetisa

Ajo es menuda. Menuda es. Por algo es micropoetisa. Ser micropoetisa es tener pelos en la lengua: "No me tires de la memoria / que yo vengo del punk / y la cresta la llevo en la lengua". Pero Ajo sale a escena y se vuelve enorme como un gran poema. Todo lo poema que puede ser una mujer pequeña: "Yo exagero / para disimularte / pequeñez mía", le dedica a Clarice Lispector. La otra noche apareció en el escenario de la sala Clamores y era más grande que el piano que había a su espalda. Llevaba un bolso, porque una no puede salir de noche con las manos vacías y las chicas con vestidito tienen que meter las cosas en algún sitio. Lo colocó a su lado sobre algo que hacía las veces de velador pero que probablemente no lo era y sacó un sonajero, el instrumento musical con el que acompañó a Mastretta, que acompañó a Ajo con la complicidad del piano y el clarinete. Del bolso sacó otras cosas que no paraba de fumarse mientras los del público no podíamos llevarnos a los pulmones ni una triste colilla de oxígeno. Son las ventajas del espectáculo del arte y las desventajas del espectáculo de la ley: "Si quieres fumar, hazte micropoetisa, a ver si os creéis que es fácil estar aquí arriba hablando del mar", argumentó la artista, cargada de razón. De razón filosófica: "El mar y el viento / me dicen algo / pero no lo entiendo".

La otra noche apareció en el escenario de la sala Clamores y era más grande que el piano que había a su espalda

Pero vaya si entiende. Para empezar, o para terminar, entiende como nadie el espectáculo poético. Sucede que los recitales de poesía suelen ser un tostón, te lo digo yo. El poeta (que suele ir de gran poeta, en vez de micropoeta, y por tanto se le ve minúsculo sobre la tarima) sale a escena con cara circunspecta, cabizbajo, arrastrando un poco los pies. No suele traer bolso, como si no necesitara llevar nada encima a excepción de sus libros. No suele acompañarle un músico, sino otro señor con cara de circunstancias. Se sientan los dos. Mientras el gran poeta trajina desganado sobre la mesa sus varias ediciones, como si aún quedara algo por corregir, el presentador revuelve en los labios un esbozo de sonrisa. Le toca romper el hielo. Reverencial, presenta al poeta como quien presenta a un gran poeta. El gran poeta, que ha entrelazado los dedos y levanta la vista hacia una audiencia, pequeña, a la que parece no ver, no dice ni que sí ni que no, porque el que calla otorga. Cuando le dan la palabra, el gran poeta musita unas grandes palabras apenas audibles. Hay una solemnidad de miedo.

"No sé qué os imagináis, pero esto no va a ser para tanto, así que espero que vengáis impresionados de casa", es lo primero que advierte la micropoetisa Ajo. Se quita la típica brizna de tabaco que se queda pegada a la lengua, con el típico gesto de los dedos pulgar y corazón. Y se saca el otro corazón ("al contrario que el resto de las modelos, yo sólo hablo de mi vida privada") y se tira de cabeza a decir sus micropoemas. Punzante como quien señala con el índice ("... cuando callo es cuando hiero"), tierna como quien desliza una alianza en el anular ("...apalabrar carencias / aliarse con lo poquísimo"), graciosa como un meñique ("... recorrería en carroza / todo tu cuerpo"). Ajo sale vestida y lanza su amenaza ("Te voy a tener que matar / no me queda otro remedio / el día menos pensado / te encuentran cosido a besos") pero viene tan desnuda como deja su Striptease Cardiovascular ("Te amo dijiste, / y la frase no es tuya, / lo sé por la prensa: Vaticinan una trágica epidemia / mundial de la enfermedad cardiovascular. / Dijiste te amo y el desamor fue ciencia"). Mastretta circula a su alrededor, se esconde en un recodo de la sala, enseña la patita de una corchea. Ajo agita el sonajero. Lleva un anillo de luz intermitente, de esos que venden los chinos ambulantes. Mastretta reaparece. Dice el micropoema: "Transparentan los amantes / música de oro y dolor de plata". "Pero música de oro", dice, repite, la micropoetisa.

Mientras el gran poeta sigue leyendo su testamento vital frente a la pequeña audiencia, que quizá ya esté muerta de fortuna o aburrimiento, aquí, sin embargo (no le vamos a embargar nada al pobre gran poeta), la micropoetisa se ha metido al personal (que no es pequeño, por eso no puedo decir micropersonal, ya quisiera) en el bolsillo del bolso. La empatía que ha creado, menuda, desde el escenario, no es ya un clamor sino varios, que para eso estamos en la sala homónima. Y mientras allende los mares que decíamos el gran poeta cada vez está más solo, acá tenemos la microsolución al Microproblema: "Si le sumo mi soledad a la tuya / qué es lo que obtengo a cambio / ¿Dos soledades o ninguna?". Estamos a punto de responder, lo digo de corazón y de cabeza, pero la micropoetisa se despide: "Vuelvo enseguida / no me esperéis".

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