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Reportaje:Un 'barrio chino' marginal

La Ballesta, 2.000 y la cama

Mujeres entradas en años y heroinómanas se codean con navajeros en el tradicional reducto de la prostitución madrileña

JAVIER VALENZUELA Cuatro calles, 40 locales y 400 prostitutas, más o menos controladas, son el esqueleto, la sangre y la carne del pequeño barrio chino situado en tomo a la calle de la Ballesta, a la espalda de la Gran Vía madrileña. Pero en los últimos tiempos a ese tradicional espacio del trapicheo del sexo se, le ha añadido, como una pústula que incrementara su fealdad, la presencia de decenas de jóvenes heroinómanas y de numerosos navajeros y traficantes de droga, en su mayoría extranjeros. Las autoridades, policía y Ayuntamiento, han decidido que ha llegado la hora de limpiar la zona, y todo parece indicar que va en serio.

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A las cuatro y media de la madrugada del pasado viernes, una prostituta gorda y cincuentona, con una minifalda desmesurada, que come pipas apoyada en un escaparate de la Telefónica, en la Gran Vía, dice a una compañera que acaba de llegar no se sabe de dónde: "¡Lo que te has perdido! Una película de Humphrey Bogart". La mujer acierta al recurrir al cine para su metáfora, aunque se equivoca en la película, que, por lo feroz, no hubiera sido de Bogart, sino más bien de Clint Eastwood en el papel de Harry el Sucio. En el silencio de la calle del Desengaño acaban de sonar los secos restallidos de un enfrentamiento a tiros entre policías y marroquíes sospechosos de traficar con drogas. El suceso se ha saldado sin sangre y con una detención. Pero el capturado estaba más limpio que una patena y a las pocas horas saldrá en libertad de la cercana comisaría de Centro, en la calle de la Luna.A la hora en que eso ocurre, en el barrio de la Ballesta ya han cerrado todos los locales públicos y en la calle sólo quedan unas cuantas prostitutas, las más viejas y las heroinómanas, o sea, las que tienen que hacer la carrera al aire libre porque ningún local las admite. Merodean en torno a la Telefónica y la Red de San Luis, al lado de los vendedoresde bocadillos de tortilla y latas de cerveza, 250 pesetas el menú completo.

Una de ellas, Pilar, treinta y tantos años, vecina de Usera, se echa las manos a la cabeza ante el jaleo, y exclama: "¡Jesús! ¡Jesús!, ¿dónde vamos a parar?". Pilar es de las que dicen que no tienen macarra, que su chulo es la chuta, y, como tantas otras, añade que ahora se lo está dejando, y, puesta a dar explicaciones, asegura que si sigue en la calle es para pagarle las lentillas a su hija de cuatro años. La escena se desarrolla al lado de una sala de fiestas de la calle del Desengaño, cuyo cartelón publicitario anuncia que todos los viernes por la tarde hay sorteo entre los parroquianos, con premio consistente en "cena y velada en la discoteca que usted elija en compañía de la vedet del espectáculo".

Tres horas antes, la calle de la Ballesta, 20 locales en apenas 60 metros de longitud, está en el mejor momento de la noche, aunque, en realidad, desde que la comisaría de Centro ha comenzado su operación limpieza, no puede hablarse de buenos momentos en el barrio. Más que nunca, se escucha en las callejuelas la consigna "¡Agua, agua.", que da aviso de la llegada de los policías. Sin ir más lejos, el día anterior se han llevado a un montón de mujeres para comisaría en una identificación selectiva, como se le llama ahora a la redada en el lenguaje oficial. Los chotas, los confidentes, son apremiados para que informen acerca de personas o movimientos sospechosos. Los propietarios de los garitos y sus chicas lamentan la irrupción de las yonquis y de los guiris, iraníes, marroquíes y nigerianos sobre todo, que, según cuentan, van en plan mafia, llevan armas y trafican con caballo.

Pese a todo, hacia la 1.30 hay cierta animación en la calle. Los porteros invitan a los transeúntes a entrar en sus establecimientos con la misma insistencia que los vendedores de un zoco africano. Son 250 pesetas la entrada, con derecho a consumición y a negociar con las chicas, "muy jóvenes, muy guapas". En un local, limpio y bien iluminado, unas 12 muchachas atienden a una clientela, también de poca edad, mientras suena el Blue Jean de David Bowie. En otro, un poco más oscuro y estrecho, animado por la voz de Tino Casal, un sexteto de chicas portuguesas, con el juego de subirse y bajarse la falda, intenta captar clientes entre los apoyados en la barra, hombres de 30 años para arriba. En el de enfrente es Mari Trini, cantando en francés, la que crea el ambiente a chicas y caballeros aún más maduritos.

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Allí, Isabel, madrileña y treintañera, un pelo rubio tan falso como la palabra de Judas, cuenta a un cliente que el momento más feliz de su vida fue una noche que estuvo en Bocaccio y vio "a la Ramona, la que trabajaba con Fernando Esteso". "Ocupaba dos sillas", dice, solazándose con el recuerdo, ella que está más bien entrada en carnes. Isabel, como todas las lumis o pibas que trabajan en barras americanas, clubes y salas de fiesta del barrio, tiene un porcentaje sobre las copas que arranca, y ejecuta una coyunda de 15 minutos, a 2.000 pesetas y la cama (otros 100 duros), en un inmueble de la misma vía o en otro de la próxima calle Valverde, dos auténticos prostíbulos desde la portería al tejado.

Placer con desgana

Estos edificios, fincas particulares sin relación legal con el negocio de hospedaje, son todo un compendio de miserias humanas. Las encargadas ven la tele o juegan a las cartas al lado, separadas tan sólo por una puerta corredera, de las estancias donde las profesionales satisfacen con desgana a los que han alquilado sus cuerpos. Los cuartos constan de un lecho amplio, con colchón de gomaespuma y un somier con la mitad de los muelles averiados. Una palangana y un gran rollo de papel higiénico completan el mobiliarío. El olor a ropa sucia resulta casi insoportable.

Andan por allí diversos personajes: un a modo de vigilante, con la camisa llena de insignias militares; una chica macilenta, que atraviesa el mono en una cama; otra, no menos deteriorada, que vomita sangre sobre un lavabo cuando el cliente aún no ha salido a la calle; una tercera, que es acusada por el hombre con el que acaba de acostarse de haberle robado una alianza y una cadena de oro... La policía no tarda en presentarse, registra su bolso y encuentra un antibiótico vaginal, una estampita de Nuestra Señora de la Carrasca, de la localidad de Villahermosa (Ciudad Real), dos jeringuillas de plástico, una cucharilla y un trozo de limón. Las joyas, sin embargo, no aparecen, y la muchacha explica, con ojos ausentes, cuerpo desmadejado y voz monocorde, que antes robaba, pero ahora no, porque ahora se lo está dejando, y sólo se pincha dos veces al día una metadona que le pasa un médico amigo suyo. Denunciante y denunciada acabarán en comisaría.

Pero aún más impresionante que el prostíbulo de Ballesta es el de la cercana calle de Valverde. Cinco plantas, con 14 apartámentos cada una, donde hasta en las cocinas y cuartos de baño hay instalados jergones. Ni el Ayuntamiento ni la policía tienen potestad para clausurar el inmueble, de paredes estucadas en gris y repletas de zafias inscripciones, y caldo de cultivo de todo tipo de hepatitis y enfermedades venéreas. Sólo un juzgado podría hacerlo. La zona de prostitución de la Ballesta no tiene las dimensiones ni la solera del Barrio Chino de Barcelona, pero sus personajes no son menos novelescos. Por allí deambula el Chocolate, un castizo vestido con gabardina de cuero negro, que tiene doce al punto, esto es, una docena de chicas trabajando para él. O el portugués Plinio, cazadora de Loewe, camisa de seda y resto de la ropa a tono, que, como la mayoría de los nuevos señores de la Ballesta, es a la vez chulo y camello. O el Nigeriano, un sujeto de esa nacionalidad que controla la mayoría de los bisnis en la calle del Barco.

Es el pequeño barrio chino de Madrid un universo abigarrado. En el escaparate de un marmolista, especializado, según su rótulo publicitario, en "decoración y arte funerario", puede leerse un cartel que dice: "Qué bonito Madrid. Pero limpio de ... ?". Y a menos de cinco minutos a pie, el transeúnte se encuentra con el sex-shop de la calle Caballero de Gracia, en cuyas paredes, desde que anochece, se recuestan chicas a 2.000 pesetas y la cama. Un letrero en la puerta roja advierte al público que "el material expuesto en esta sala puede herir su sensibilidad", y, en consonancia con ello, los propietarios sólo muestran al exterior ropa sexy, preservativos de muchas marcas y libros eróticos. Entre ellos, uno de José Luis Aranguren, Erotismo y liberación de la mujer.

El brillo de la navaja

También las anécdotas son sabrosas. Hace unos días la tensión que se masca en el ambiente de la zona estalló en una carcajada general cuando los inspectores del grupo de Policía Judicial de la comisaría de Centro entraron, arma en mano, en un local que tiene el nombre de una marca de whisky. Iban de identificación selectiva, y en el vídeo del lugar se proyectaba Perros callejeros. En ese justo momento, uno de los personajes de la película soltó: "Vaya vida más arrastrada que llevan los maderos", y unos y otros, policías y clientes, no pudieron sino celebrar con risas la oportunidad de la frase.

No faltan locales nocturnos de todo punto ajenos al trapicheo carnal. Salero, uno de ellos, en la calle de Loreto y Chicote, es la más auténtica de las cavernas rocanroleras de este país, después de haber sido un tablao flamenco, donde, según cuentan, hizo pinitos el guitarrista Paco de Lucía. A la hora en que, tras tornar muchos Four Roses y escuchar a Jerry Lee Lewis, varios tipos de tupé engominado, largas y afiladas patillas y zapatos puntiagudos dejan Salero, una auténtica caverna rocanrolera también situada en el barrio, una navaja bardea, brilla en busca de carne donde hundirse, en la calle de Gonzalo Jiménez de Quesada. Son tres jóvenes iraníes que atacan a un compatriota. El marcaje policial es ahora muy estrecho y agresores y agredido son capturados en el mismo lugar, no sin exhibición de pistolas, gritos y forcejeos.

Tampoco esta vez la sangre ha llegado al río. Ninguno de los detenidos lleva documentación. Todos declararán en comisaría que son amigos, que era una broma, que viven en Madrid gracias al dinero que les envían sus padres, que han perdido los documentos de identidad. Dan unos nombres, nunca se sabrá si ciertos. Los inspectores telefonearán a su central de informática. No hay antecedentes ni reclamaciones para esas identidades y los cuatro iraníes estarán en la calle horas después.

En la madrugada del pasado viernes, vibrando aún en el aire el eco del tiroteo en la calle del Desengaño, Estela, 23 años, pelo y ojos del color de la noche, aún esperaba clientes en la acera de la Telefónica. Pero ella no era como las otras. Iba elegantemente vestida con un traje chaqueta, comprado tal vez en cualquier boutique de la calle del Almirante, y hasta su modo de ofrecerse reflejaba otra educación, otro estilo: "Busco compañero para hacer el amor". Tan sonada como el boxeador tras 12 asaltos de castigo implacable, la muchacha cuenta que es yonqui, que procede de la costa Fleming, de cuyas whiskerías ha sido expulsada, que se inyecta un gramo diario, que necesita hacer 20 servicios al día para pagárselo. Y concluye: "Me llaman la dura porque no hay hombre que se me resista con el francés". Estela empieza a ser otro sórdido personaje de la Ballesta.

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