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Columna
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Bazar y harén

Vicente Molina Foix

Madrid no da la rosa pero da la noche, también efímera y en esta ocasión llena de luna. La rosa que en Barcelona regalan a todo el que compra un libro en el Día del Libro es muy galante, incluso yo diría que trovadoresca, con la ventaja contemporánea de la no-discriminación: se entrega tanto al hombre como a la mujer, al nene y la nena. No estoy sin embargo seguro de que sea práctico, y mucho menos higiénico, ir por una ciudad llevando en la mano la bolsita de plástico de las librerías y un tallo donde puede haber pinchos antes de llegar a la flor. Los pétalos se van cayendo, los dedos se ponen verdes, y hay algo extraterrestre en ver subir y bajar las grandes arterias barcelonesas a una multitud de personas clonadas vegetalmente.

El pasado miércoles tuve una fantasía morisca al volver de madrugada, cargado de libros

El invento madrileño de La Noche de los Libros, que ha cumplido tres años, tiene, como todas las ferias y días del libro celebrados ininterrumpida y globalmente desde abril hasta julio, la mímesis de un bazar. Los puestos de venta son tenderetes, aunque muchos estén dentro de las grandes librerías; el muestrario se pone muy a la vista, a veces en montones altos que evocan esas torres de especias que nunca se desmoronan en los mercados árabes; y el espacio urbano que rodea los puestos, las tertulias, talleres y otros eventos relacionados con el libro está tan abigarrado como las callecitas de un zoco. Por fortuna, en este gran mercado de los libros no se regatea el precio, aunque se dé el descuento voluntario.

El pasado miércoles, después de haber circulado durante el día en mi doble papel de objeto expuesto y sujeto curioso, tuve una fantasía morisca al volver de madrugada, cargado de libros. Mi casa ya alberga muchos, quizá demasiados, y aún tengo (a veces apilados precisamente en torres junto a la mesita de noche) títulos que quiero leer pero siguen en espera.

Entré en el piso, me saludaron calladamente los primeros volúmenes que siempre veo desde la puerta, en un altillo del corredor, y no noté ninguna mala vibración. Estaba claro que yo venía con unos nuevos rivales, con unos cuerpos más jóvenes y vírgenes que los suyos, algunos aún envueltos en celofán y otros con fajas no arrancadas por mano humana. Los libros del altillo, los de la estantería del vestíbulo, los del salón-comedor, los del estudio, incluso los que pasan una residencia temporal en la cocina, están acostumbrados a la promiscuidad. Nunca les he oído quejarse. Nunca han reñido entre sí. Nunca se me insinúan obscenamente. Todos me esperan, me entienden, me desean.

La fantasía fue cobrando el perfil de la realidad, y antes de amanecer ya no cabía duda: los libros forman mi harén, y esta revelación amorosa abre unas perspectivas que me atrevo a proponer al universo entero, en el que ustedes, prójimos lectores de esta página, ocupan lugar de honor. El harén de los libros no es el serrallo de los sultanes déspotas.

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En primer lugar, tiene la virtud del unisex. Yo tengo mi galería de amantes virtuales, pero cualquiera puede tener la suya, siendo hoy quizá las mujeres las mayores disolutas en el acto de penetrar el delicioso cuerpo de los libros. Y no sólo ellas. El harén libresco es tolerado para todos los públicos, y hasta recomendable que los papás inciten a sus retoños a hacerse su propia colección de objetos amados, despertando así en la más casta infancia el apetito de la lectura y el porvenir de esa ilusión nunca defraudada por el libro.

Tampoco las edades son una rémora por la parte alta del calendario. Una de las ventajas de hacerse una biblioteca pronto es que la vejez o cualquier otro achaque que limitase nuestras energías y nuestra movilidad no podrán impedir el placer de seguir teniendo aventuras, tanto con esos volúmenes que quedaron intonsos en el torbellino del tiempo como volviendo en la relectura a refrescar el encanto de los favoritos de antaño.

Comentaré aquí, por si pudiera servir de guía a futuros o tímidos dueñ@s del harén del libro, algunas de mis costumbres eróticas en ese terreno. Cultivo con regularidad la confusión sexual, queriendo con esto decir que la poesía no me chafa el gusto de la novela, ni el libro de arte le hace en mis preferencias sombra a los epistolarios. Cualquier lugar es bueno para practicar, aun siendo yo en esto un poco tradicional: mi lugar de esparcimiento preferido es la cama. No me seducen mucho los libros de usar y tirar, y no soy ni coleccionista ni fetichista; una tapa dura me pone tanto como una blanda.

Por último, he de decir que nunca presto libros. En mi lozana juventud un amigo me robó dos de los tomos que yo más quería, irremplazables ambos, y también tengo razones morales para no prestar: ¿qué persona decente entrega a otros lo que más quiere?

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