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Tribuna
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Chico elástico

Una tibia noche de otoño, transitando por un pasillo de la estación de metro de Bilbao, una silueta surgió súbitamente de las sombras y huyó con rapidez al descubrir mi presencia. Soy bastante miope, no uso gafas, y todo lo que suceda a más de diez metros de distancia (más aún si el hecho tiene lugar en la penumbra de un corredor subterráneo) escapa sin remedio a mi control. Tal vez, mi llegada, me dije, hubiera interrumpido una fechoría de las feas, con navajas y todo eso; de manera que puse en tensión la musculatura, respire hondo y me aproximé a la pared opuesta, por si un desaprensivo pudiera estar esperándome al final del pasadizo.Pero no hubo lugar al encontronazo, ya que segundos después, como una exhalación, dos agentes de seguridad pasaron corriendo a mi lado y se detuvieron en seco junto a las escaleras de salida. Permanecieron allí un instante, sacudieron la cabeza y, a continuación, gesticulando con evidente mal humor, volvieron tras sus pasos fijando la vista en un punto concreto del muro. "Ya verá ése cuando le pille ... ", masculló uno de ellos. Parecían indignados, desde luego; y como sea que todo lo que fastidie a un guardia acostumbra interesarme a mí, miré también en la misma dirección y comprendí en el acto la jugada: la silueta que poco antes me había sobresaltado pertenecía a Juan Carlos Argüello, alias Muelle, y lo que había motivado la carrera y enfado de los vigilantes no era sino una de sus rúbricas, todavía fresca y sin terminar, emplazada a media altura en la pared.

Estábamos en 19881 y aquélla debía ser una de las primeras muestras que anunciaban un cambio interior en el artista: las líneas habían cobrado profundidad, las curvas se cerraban con mayor sentido hacia el resto de los trazos, y un difuso sombreado bajo las letras daba nuevo cuerpo al conjunto. En sí, la obra era de una sencillez insultante, sin mensajes ocultos, y quizá por ello llamara tanto la atención. El caso es que yo tenía una cita a las once en un local de Malasaña (ahora estoy retirado, pero por entonces solía dar unas cuantas clases de billar americano en aquel barrio), y, como aún disponía de 20 minutos antes de enfrentarme el tapete, decidí contemplar más a fondo el dibujo. En principio me parecía bien, como siempre. Pero lo que más me interesaba del asunto era el hecho de saber que había sido perpetrado en la clandestinidad.

Por aquel tiempo, Muelle era un artista callejero que empezaba a ser considerado en ciertos ambientes de Madrid. Todos los que utilizábamos el metro con regularidad conocíamos aquella rúbrica, siempre inalterable, y algunos, incluso, éramos ya capaces de distinguirla de las imitaciones que surgían de cuando en cuando. Las autoridades competentes, no obstante, siempre le consideraron una especie de ensuciador, recalcitrante, un_ martillo de la estética urbana al que convenía parar los pies sin contemplaciones. En consecuencia, apenas quedan ya en la ciudad vestigios vivos de sus obras, borradas con celo una y otra vez por los servicios de limpieza del Ayuntamiento.

Su carrera duró aproximadamente una década, hasta que en 1993, considerando agotado su trabajo, se retiró de las calles. Nadie alentó nunca su labor. Nunca ganó dinero con su actividad, nunca quiso salir al exterior, nunca se dejó llevar por la corriente establecida; aunque cuentan por ahí que no renunciaba a forjarse un puesto en otros campos, y también que soñaba con encontrar a alguien que avalara oficialmente su labor. Alguien que le abriera, tal vez, la posibilidad de exponer en una galería. Nada de esto ocurrió, sin embargo, y no es difícil imaginarse el desaliento que debió acompañarle en sus últimos días.

En 1985 había registrado su marca, pero siempre se negó a que las casas comerciales hicieran uso de ella en las vallas publicitarias. Todo parece indicar que Muelle era un sujeto puro, inmune a los falsos reflejos del mundo exterior. Y ha tenido que morir prematuramente para que su entorno haya empezado a interesarse por él. Seguro que hoy, en agosto de 1995, y tras el fogonazo de su muerte, muchos empresarios, siempre atentos al suave olor de las plusvalías, estarían dispuestos a ofrecerle su apoyo. Pero pasó el momento. No ha lugar. Que nos zurzan a todos.

Mucha gente sostiene que su fama no obedecía a razones artísticas. Que lo suyo era un simple logotipo, un rasgo de infantilismo repetido hasta la saciedad en cientos de lugares diferentes. Pero lo dicen porque no entienden de mensajes etéreos. Ahora, el actual concejal de Cultura, Juan Antonio Gómez-Angulo, afirma que estaría dispuesto a salvar alguna de sus obras, siempre, claro está, que reciba solicitudes para ello. Pues bien: impugno la moción. Me niego a consentir tal ardid. Sería un pago muy corto, una broma tonta, para una persona libre que dedicó su vida al furtivo uso del aerosol. Borre usted todos los dibujos y déjese de pamplinas para quedar bien. Porque ni siquiera en política, aunque cuele la maniobra, la muerte resulta ser un soporte de confianza. Me parece a mí.

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Aquella noche de otoño, sí, perdí al billar, lo reconozco; pero de vuelta a casa, poco antes de que cerraran las taquillas del metro, vi que el dibujo estaba terminado. Y me alegré mucho. Siga este chico firmando en paz.

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