_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Doña Josefina, don Domingo (y doña Angelines)

Llegó la noticia de la muerte de Josefina Aldecoa como una tristeza añadida al pavor. Sin poder apartar la vista de las imágenes que llegan del soñado Japón, contaminados por los peores augurios nucleares, impotentes ante la imprevisibilidad de una destrucción y rabiosos ante la evitabilidad de otra, recibimos su adiós como si se tratara de otra pequeña señal de un mayor acabamiento. Todo tiembla a nuestro alrededor, nos inunda una gran ola de confusión, las ideas y los sentimientos chocan como placas tectónicas entre nuestro corazón y nuestro cerebro, cada vez es mayor la grieta abierta entre nosotros y el mundo.

Pero de pronto, invadida por pensamientos sombríos y, sí, incluso apocalípticos (¿quién podría acusarnos?), la muerte de Josefina Aldecoa se convierte en un inesperado destello de luz. Porque me ha recordado a mi abuela, leonesa como ella y como ella maestra formada en la Institución Libre de Enseñanza, y me ha recordado que ambas fueron, como tantas personas pacíficas (¡tantas mujeres!) violentadas por la agresión militar que encendió nuestra Guerra Civil, un ejemplo de dignidad ante el desastre, de lucidez ante el desconcierto. ¿Cómo pudieron esas mujeres sobrevivir al destrozo de las mejores experiencias pedagógicas que ha podido soñar este país? ¿Cómo soportaron la ruina de sus expectativas de mujeres libres e ilustradas, la devastación de su afán por construir una nación cultivada? ¿Cómo superaron su particular, común apocalipsis?

El colegio Estilo recogió, en pleno franquismo, la herencia de la Institución Libre de Enseñanza

Estoy convencida de que pudieron lograrlo, precisamente, por lo que inspiró toda la vida académica de Josefina Aldecoa (y la de esa clase de maestras, también la de mi abuela): su propia convicción de que la educación es el principal vehículo de cambio de los individuos, es decir, de las mentalidades, y, en consecuencia, de la sociedad. Porque la Institución Libre de Enseñanza, que arraigó en León y desarrolló, hasta que irrumpió el crimen militar, una actividad fundamental, tanto en la formación de maestros como de alumnos (muchos se preguntan cuál puede ser el motivo de que en León proliferen en número sorprendente escritores y poetas, y considero que la respuesta, en gran parte, reside ahí).

Las premisas de la ILE fueron el laicismo y la igualdad, las de una educación pensada para la libertad y la democracia. Sus instrumentos, los de una cultura que se inculca a través, principalmente, de la lectura, del contacto con la naturaleza, del respeto a los animales, herramientas para una convivencia que fomenta el desarrollo de la sensibilidad y la inteligencia estimulando la creatividad y el espíritu crítico. Yo tuve la suerte de heredar esas premisas, esas herramientas, directamente de una maestra rural: mi abuela doña Angelines; varias generaciones de madrileños, a través de doña Josefina Aldecoa, una maestra que tuvo el arrojo, la suficiente luz para fundar en Madrid un colegio que, en plena oscuridad franquista (se abrió en 1959), recogía, protegía y entregaba esa herencia: el colegio Estilo.

Es curioso que la muerte de doña Josefina haya coincido con el estreno en el Círculo de Bellas Artes del documental Una luz en la isla. Domingo Pérez Minik, dirigido por el realizador Miguel G. Morales y producido por Altagracia Producciones. Había leído algo de Pérez Minik, había visto varias fotos y, sobre todo, había oído hablar, una y otra vez, de don Domingo, pero nunca había tenido oportunidad de oír su voz y de verlo en movimiento. Sabía de su inteligencia, pero a través de la pantalla del Círculo de Bellas Artes me llegaron su agudeza y su simpatía; sabía de su elegancia, pero supe, al verlo caminar por el puerto de Santa Cruz, que la elegancia, si es, destaca aún más cuando el viento despeina una melena canosa.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Domingo Pérez Minik, escritor, crítico literario, agitador del pensamiento en el complejo contexto de una isla, también sufrió el particular y común apocalipsis de la Guerra Civil, que le llevó a la cárcel y casi al fondo del mar, como a tantos otros republicanos represaliados. Juan Cruz, alumno y amigo de Pérez Minik e impulsor de la memoria que honra a don Domingo, cuenta en su biografía del maestro, Un gallo al rojo vivo (Tauro Ed., Tenerife) que solo le vio hacer en una ocasión un gesto impropio de alguien extremadamente educado y conciliador: dar la espalda de forma ostensible a un hombre que se le acercó. Era un hombre, supo después Cruz, que había participado en esos crímenes.

Don Domingo alentó una manera de ser, de pensar y de vivir que resumió en su última alocución pública con la palabra emoción, a sabiendas, expresamente, del desprecio que las emociones provocan en el modelo humano predominante. Viéndolo, oyéndolo me llegaron todas las emociones de ese tiempo luminoso que fue anegado por las sombras. Un tiempo que acaso sea el destello al que volver la vista para seguir adelante entre los escombros. Pues la memoria de doña Josefina, de don Domingo y, por qué no, de doña Angelines, me ha permitido sobreponerme a la tristeza de la pérdida y al vértigo de la catástrofe.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_