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Columna
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Dudar de uno mismo

Juan José Millás

Tengo un amigo cleptómano que cuando cena en casa me roba algo. No me importa. Lo controlo durante toda la noche y anoto lo que coge, que siempre son libros o pequeños objetos. Una vez se llevó un pez de colores vivo, que guardó con sorprendente naturalidad en el bolsillo, pero no le dije nada porque yo odiaba a ese pez y sentí que me hacía un favor. Por lo general, según tengo entendido, los cleptómanos no roban animales domésticos a menos que estén muy desesperados. El cleptómano tiende hacia lo inerte debido a una especie de tropismo misterioso. Por eso se relaciona mal con su familia, porque su familia se mueve. Tampoco les gustan las plantas. En cambio, pueden llevarse las piedras del jardín una a una. La piedra es el ejemplo viviente, valga la contradicción, de lo inerte. Se queda donde la pones y no cambia de expresión durante siglos.

Sé todo esto sobre la cleptomanía porque tuve una tía que padecía este mal. Robaba en Galerías Preciados, aunque no tuvo nada que ver con su quiebra. De hecho, la conocían y la dejaban robar en una zona acotada. Luego le pasaban la factura a su padre, que llevaba con gran vergüenza la desviación de su hija. Eso era en los tiempos en los que ser cleptómano resultaba interesante. Se escribían novelas de cleptómanos (recuerdo la excelente Los objetos me llaman, de Pierre Clausaut) y hasta Hitchcock hizo una película cuya protagonista tenía este problema. En las reuniones familiares, cuando surgía el tema de la cleptomanía, se producía una atmósfera especial. Resultaba una rareza misteriosa, como el sonambulismo, pero sobre todo tenía un nombre embriagador: cleptomanía, cleptómano, cleptómana... No se cansaba uno de repetir todas sus variantes.

Ahora la cleptomanía tiene que competir con la drogadicción y con el afecto incontrolable a las máquinas tragaperras, y con las psicopatías en general, como los libros tienen que competir con la tele y con las discotecas. Por eso se lee poco y no se habla casi de cleptómanos. Pero se trata de una patología bien curiosa que todos padecemos en algún grado. Hay quien te pide el mechero o un bolígrafo y se lo guarda en su bolsillo. Luego dice que lo ha hecho sin darse cuenta, y es verdad, pero en ese no darse cuenta anida un pequeño instinto de ladrón, aunque el cleptómano no es un ladrón exactamente, pues no roba para ser más rico ni para tener más cosas: roba para robar. El robo es un fin en sí mismo, lo que resulta bien raro en un mundo en el que todo lo hacemos para hacer otra cosa. Nos levantamos para desayunar y desayunamos para trabajar y trabajamos para comer. Una cosa conduce a la otra. No hay ninguna que conduzca a ella misma excepto la cleptomanía. Por eso el cleptómano tiende también al ensimismamiento. Todo lo que no sea robar cosas útiles o inútiles, indistintamente, le trae sin cuidado.

Me gusta, pues, tener un amigo cleptómano. Él no sabe que yo lo sé, lo que me permite observarle sin tensiones. No tengo objetos valiosos, pero hace poco me robó una pluma de oro a la que profeso (qué verbo éste, profesar) un cariño especial y me preocupó que se extraviara, de modo que hice que me invitara a cenar en su casa y en un momento dado, con la excusa de ir al baño, me dirigí a su cuarto, abrí el armario y la recuperé. Pero cuando regresaba al salón me pareció que el resto de los invitados hablaba con cierto sigilo. Me quedé quieto en el pasillo y oí mi nombre. Luego me acerqué con cuidado y escuché detrás de la puerta. En efecto, hablaban de mí. Mi amigo estaba diciendo a la gente sentada a la mesa que yo era cleptómano y que siempre que iba a su casa le robaba algo.

-Ha dicho que va al cuarto de baño, pero seguro que está en mi dormitorio buscando cualquier cosa que llevarse al bolsillo. No me importa porque cuando ceno en su casa lo recupero- explicó al auditorio.

Incongruentemente, di marcha atrás, dejé la pluma de oro donde estaba y regresé al salón tras hacer ruido en el cuarto de baño. La conversación cesó cuando me vieron entrar y me sentí observado como yo observaba a mi tía cleptómana de pequeño. Tras la cena, alguien me pidió fuego y saqué mi mechero, porque estoy seguro de que era mi mechero, aunque mi amigo aprovechó para decir:

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-Me estaba volviendo loco buscando mi mechero. Te lo debes de haber metido en el bolsillo sin darte cuenta.

Me puse rojo de vergüenza y le di el mechero balbuceando una excusa. Ahora, cuando voy a casa de un amigo, no me pierden de vista un momento, por miedo a que les quite algo. El problema es que he empezado a dudar de mí mismo.

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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