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Reportaje:Madrid, ciudad sin coches por un día

Ensayo de libertad sobre ruedas

Unos 15.000 participantes en la Fiesta de la Bicicleta demuestran que, pese a las cuestas, se puede circular por Madrid sin sudores a 22 kilómetros por hora, casi la velocidad media de los coches

Carlos Arribas

Las mujeres respetan más las señales de tráfico que los hombres y por eso mueren más sobre la bicicleta, dice una estadística de la jefatura de tráfico de Londres. "La explicación de tan curioso dato", contaba Carlos, 49 años, de Moratalaz, uno de los 15.000 madrileños que, según la organización, participaron ayer en la 29ª Fiesta de la Bicicleta, "es que la mayoría de atropellos de ciclistas en la capital británica se producen porque al arrancar en los semáforos los ciclistas que se han parado se encuentran normalmente en el ángulo muerto de visión de los coches, que se los llevan por delante. Por eso es mejor saltarse los semáforos".

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"Esta lógica", concluía el ciclista dominguero, "no la aplica, evidentemente, la Policía Municipal de Madrid. A veces me he saltado un semáforo en rojo con el coche: nunca he tenido problemas con la policía. Pero una vez que me vio un uniformado saltarme en rojo el cruce de peatones de Lista con Serrano me echó una buena bronca".

Ayer no tuvo tal problema. Aunque los semáforos de Príncipe de Vergara, Castellana, Gran Vía, Paseo del Prado y otras tantas calles de Madrid que recorrió en manada a las nueve de la mañana funcionaban con regularidad, ni él, ni los miles de ciudadanos que tomaron el asfalto sobre las silenciosas dos ruedas, tuvieron la menor necesidad de respetarlos. Ayer, en las tres horas de paréntesis que dejaron a los coches como espectadores en el centro de la capital, el peligro eran los peatones. Como la señora que intentó cruzar entre el inmenso pelotón -ríanse ustedes de los ñus como locos en el Serengueti- en la glorieta de Bilbao: su atropello inevitable, y de leves consecuencias aunque peatona y ciclista rodaron por el suelo, fue uno de los pocos accidentes en los que intervino el Samur.

"De niño", contaba Perico Delgado, que se hizo grande e importante sobre una bici de carreras, "quería tener una bicicleta porque por entonces era sinónimo de libertad: podía ir al río, podía escaparme con mis amigos...". De mayores, a los niños que pedían la bici a los Reyes les queda en una ciudad como Madrid, agresiva y de malos humos, la libertad de bajar por el carril contrario de La Castellana a toda velocidad. Libertad vigilada, por supuesto. Encajonados entre vallas, ascendiendo por la Gran Vía, los ciclistas festivos son una masa estrechamente controlada por los urbanos, que contemplan impotentes cómo los coches se les desbordan, impacientes por recuperar su territorio, en sentido contrario. El Ayuntamiento les ha abierto a los contaminadores el carril-bus, pero les resulta estrecho y se desdoblan en un segundo carril. Hay nervios, caídas, efectos embudo. Padres reclamando a sus hijos. "¡Azahara, o te enteras de que hay que ir recta, sin hacer eses, o te entero yo!", grita uno.

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Reivindicaciones, las justas, tan mínimas como el número de espectadores -jubilados irritados ante la invasión de su rutina dominguera, pastilleros atónitos, turistas educados, que esperan para llegar a sus museos-, y una sola pancarta, exhibida por uno vestido de bonzo, naranja, reclamando en inglés libertad para Birmania. Nadie reclama, al menos en voz alta, el asfalto para los ciclistas. Nadie recuerda lo poco amables que son, históricamente, las autoridades municipales madrileñas con los derechos de los ciclistas, ni la escasez, casi ausencia, de carriles-bici que permitan ir a trabajar en bicicleta sin que en casa alguien esté temiendo permanentemente quedarse viudo/a. Hay un carril inútil que bordea la M-40 y al que hay que llegar en coche. Y en el centro hay pequeños tramos que llevan de ninguna parte a ninguna parte.

Pasada la mitad del recorrido, ascendiendo por Génova, el primer repecho duro del trazado de 22 kilómetros, el pelotón se aclara. Los niños desaparecen de las primeras posiciones, los más preparados empiezan a acelerar. Pequeños piques animan a los pedalistas. Los sprints se repiten en la última cuesta, la subida a la Puerta de Alcalá. Las toses, síntoma del esfuerzo, sustituyen a las conversaciones. Un kilómetro más allá, sprint final. La fiesta termina. Regreso a la rutina. Unos pocos entran con la bici al Metro. La mayoría la cargan en el coche. Unos cuantos prosiguen pedaleando por el Retiro, espacio mínimo de libertad, un domingo más, como mulas dando vueltas a la noria. Algunos miran su reloj y calculan: he tardado una hora, 22 de media entonces. Hace tres años, la velocidad media de los automóviles en el centro de Madrid era de 21,5 kilómetros por hora. Ahora es de 24.

Centenares de ciclistas esperan la salida en la calle de Menéndez Pelayo.
Centenares de ciclistas esperan la salida en la calle de Menéndez Pelayo.MANUEL ESCALERA
A la izquierda, un viajero observa el paso de los ciclistas. Un grupo de deportistas pasa por la calle de O'Donnell.
A la izquierda, un viajero observa el paso de los ciclistas. Un grupo de deportistas pasa por la calle de O'Donnell.M. E.

"¡Alonso, segundo!"

En bicicleta no montan los jóvenes. O si montan no les gusta madrugar los domingos -la fiesta comenzó a las nueve-, o no les gusta el cántico al gregarismo que supone juntarse con miles para hacer lo mismo. En bicicleta, en la fiesta, la edad media andaría por los 45 años. De 45, más o menos, eran los grupos de cicloturistas que habían dejado tranquilo el monte por un día y habían llevado sus mountain-bikes al centro; y de la misma edad, los padres que habían salvado el día y encontrado algo que hacer con sus niños un domingo. Y el segundo grupo de edad más numeroso correspondía a los jubilados, hombres de pelo blanco sobre sus viejas cabras.Una segunda conclusión apresurada, alcanzada después de un rápido sondeo: muy pocos, un 5% como mucho, tomarían su bicicleta para ir al trabajo aunque contaran con carril-bici. Su preocupación parecía otra. "¡Alonso, segundo; Alonso, segundo!", se corrió la voz, reguero de pólvora, subiendo por Príncipe de Vergara. "Sí, y Hamilton fuera, fuera". El mito del humo y de la gasolina volvía a derrotar a la realidad. Por lo menos no se oyó la palabra doping.Casi 10.000 personas se inscribieron en la prueba rellenando el boletín proporcionado por una entidad bancaria que patrocinaba el evento. Visto lo visto, los servicios prestados por una organización que no pidieron a nadie su boletín, tal inscripción sólo valió para que la caja de marras se hiciera con una base de datos magnífica, incluidos números de móviles, de miles de pedalistas.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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