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Columna
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Eros

Si uno fuera raro y malpensado, en la magnífica exposición Las lágrimas de Eros vería ciertas alucinaciones que pueden ser probables. El recorrido por el Museo Thyssen y la Fundación Cajamadrid resulta muy sugerente, pero en algunos casos, lo que nos asalta es la pesadilla. En el espacio dedicado a los Cazadores de cabezas, mientras el visitante admira las altivas y desafiantes destemplanzas de Salomé ante la bandeja sobre la que reposa la testa de san Juan Bautista, servidor no puede dejar de pensar en lo que disfrutaría una que yo me sé con el trofeo de su adorado alcalde entre los brazos.

Pero seguramente no era la pareja que estaba en mente de Benjamin Constant, Lucien Levy-Dhurmer o Adolf Frey-Moock cuando pintaron las piezas acerca de aquel episodio que se pueden admirar en Madrid estos días. Tampoco aquello en lo que se inspiró Georges Bataille cuando escribió el ensayo que ha cogido prestado la exposición para el título.

Desde el museo, querían regalar preservativos, algo que hubiese estado a la altura del evento

Salomé y san Juan Bautista lucen junto a más de 100 obras en las que se plantea un diálogo y una metamorfosis apasionantes sobre lo que nos mueve, nos turba, nos devasta y al tiempo nos hace felices. De ese revoltijo que camina entre el amor y la muerte es de lo que nos habla Las lágrimas de Eros. De esa idea que exploró como nadie Wagner para Tristán e Isolda, del amor sólo culminado tras la angustiosa ansiedad que conduce a la pequeña muerte del orgasmo trata la muestra. Pero también de contemplación, de pasión, de arrebato, de pérdida, de soledad. De fuego y agua, de vida y vacío, de sexo, locura y caricia.

El placer, el delirio, la inspiración y la carne son cosas de los dioses. Pero sólo de aquellos fieramente humanos, como nosotros. Por eso, este llanto erótico no nos resulta lejano. Aunar mito, arte y modernidad es cosa sabia, pero queda al alcance de muy pocos lograrlo con tanta brillantez. Como el público para estos eventos -cada vez más mayoritario y más exigente- está hambriento de sugerencias originales, lo aplaude. Así que no extraña el éxito de la exposición que ha comisariado Guillermo Solana.

El viaje propuesto, desde el Renacimiento hasta hoy, resulta una lección en la que todos podemos identificarnos fácilmente. Algunos lo harán reflejados en las lágrimas de Man Ray; otras, deshilvanando los cabellos de Venus. Muchos perdidos en el edén, junto Adán, Eva y la serpiente que nos regalan Rousseau, Franz von Stuck o los retratos de Richard Avedon y James White. No pocos se dejarán seducir entre las esfinges y las sirenas de Robert Mapplethorpe, Camille Corot o Gustave Courbet o se verán acorralados como san Antonio entre las tentaciones que nos brindan Cezanne, Picasso y Saura. Incluso fustigados como auténticos San Sebastianes salidos del martirio a través de la serenidad sufriente de Bronzino, Ribera y Bernini, cuya escultura se quedará definitivamente en el museo. Más de un alma doliente habrá llorado entre las cadenas de Andrómeda, que se nos presenta como un verdadero latigazo del maltrato contemporáneo en las imágenes de Dalí u Óscar Domínguez. O se habrá emocionado ante el sueño de Endimión -bellísimo el vídeo de Beckham rodado por Sam Taylor Word-, sufrido de lo lindo la desgracia de Jacinto y Apolo al tiempo que se habrán dejado mecer por las hipnotizadoras imágenes de Bill Viola...

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Pero sin duda todos habrán salido con ganas de renovar sus besos: los robados, los regalados, los perdidos. El vampirismo de Edvard Munich o Bela Lugosi celebrado por Warhol nos dan pistas para revivirlos a gusto, quien no quiera hacerlo a escondidas, como nos propone Rodin cuando encierra entre la piedra a Cristo y la Magdalena u oculto entre los paños del elegante surrealismo de René Magritte.

El amor y sus desdichas, el deseo y sus cadenas, la intemperie desnuda de aquellos que sienten en las entrañas salta a borbotones en esta exposición audaz y original, parida con más sentido poético que provocador. Eso que, según tengo entendido, en la promoción de la misma, por parte del Thyssen, se quisieron romper algunas normas establecidas y en el Ministerio de Cultura pusieron el grito en el cielo.

Desde el museo, con muy buen tino, querían regalar preservativos, algo que hubiese estado a la altura del evento. Pero las autoridades socialistas, cuando lo oyeron, no dejaron de hacerse cruces. ¿Quién necesita a Rouco pudiendo dar clases de moral desde el mismísimo Gobierno? Venga Dios y lo vea.

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