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Columna
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Ética y justicia

El pasado martes declararon ante el juez los seis activistas antitaurinos de la Fundación Equanimal que saltaron al ruedo en Las Ventas el 4 de mayo, en plena feria de San Isidro y en presencia de numerosos medios de comunicación cómplices del maltrato legal que allí se produce. Esa acción no violenta para la abolición de la tauromaquia fue considerada por muchos como heroica, por su dificultad (superar las barreras hasta la arena y expresarse pacíficamente con semejantes compañeros de tendido) y su trascendencia histórica (la primera vez que el activismo antitaurino llegaba tan lejos, al epicentro, que no corazón, de la tauromaquia). Por su éxito y su repercusión mediática, el 22 de junio otros seis activistas de Equanimal saltaron a la arena en Alicante. No tuvieron tanta suerte: insultados y golpeados por personas relacionadas con la organización de ese espectáculo de tortura y asesinato, así como por miembros de la policía, algunos precisaron hospitalización. La paradoja, por no decir la injusticia, es que, si bien estas acciones se limitan al efectismo de la visibilidad, a través del despliegue de unas pancartas que piden que no se haga sufrir, y menos por pura y dura diversión, a unos animales que tienen capacidad de sentir y unos derechos básicos que no pueden reclamar porque, para su desgracia, no disponen de voz (pero ¿por qué no les miran a los ojos?, ¿por qué no se fijan en el gesto de su boca sanguinolenta, en su agitada respiración?), son las personas que les defienden de la agresión, los humanos con una ética más evolucionada, quienes son denunciados bajo las acusaciones de desórdenes públicos y desacato a la autoridad.

Sandro Zara, uno de los inculpados, lo explica con claridad: "Consideramos que fuimos a un lugar a protestar contra un crimen legalizado, que sólo se permite en España, en Portugal y en dos ciudades de Francia. En el resto de Europa, a la salida de una corrida de toros, los organizadores y asistentes serían detenidos y acusados de delitos más graves de los que nos acusan a nosotros". Confían, no obstante, en la justicia española. Yo también. Cuando el movimiento abolicionista pedía el fin de la esclavitud y el racismo, muchos activistas sufrieron represalias. Lo mismo sucedió cuando el movimiento sufragista comenzó a luchar por los derechos usurpados a las mujeres. Nadie en su sano juicio o que merezca nuestro respeto dudaría hoy de la razón ética que asistía a aquellos activistas detenidos, arrastrados, golpeados, despreciados, encarcelados. Sin ellos la historia de la humanidad tendría que sentirse mucho menos orgullosa, pues no habría alcanzado sus mejores logros. En nombre de esa evolución escribió Mercedes Cano-Herrera, profesora de Antropología Social de la Universidad de Valladolid, el brillante manifiesto que fue leído hace pocos días en las protestas contra el toro de la Vega, esa cruel persecución y alanceamiento hasta la muerte que se perpetra en Tordesillas (Valladolid). La profesora recordaba cómo en nombre de la tradición se han cometido atrocidades de las que la humanidad se ha avergonzado después: tradición, y espectáculo público, fue quemar mujeres en la Edad Media. Tradición y espectáculo público siguen siendo la lapidación de adúlteras y violadas en lugares que despreciamos y denunciamos.

Que una actividad sea antigua no significa que sea buena. No lo es ninguna de las mencionadas, y se basan en antiguas tradiciones, ni cualquiera que suponga el maltrato de un ser inocente. Tampoco la tauromaquia en ninguna de sus manifestaciones. Pero si hay que remitirse a la antigüedad porque a alguien no le basta con la visión de un animal acosado, aterrorizado, herido, agonizante y muerto, la antropóloga nos recuerda que más antigua que cualquier reglamento taurino es la Ley de Partidas de Alfonso X el Sabio, en la que se prohíben expresamente los festejos con toros (partida 7, VI, IV). Por si alguien estaba muy ocupado maltratando gatos en la calle mientras se estudiaba a este rey en el colegio, recordarle que estamos hablando del siglo XI. En pleno siglo XXI estamos convencidos de que el error histórico que se ha producido, de dolorosas consecuencias, será subsanado con la fuerza de la razón, de la justicia y de una ética evolucionada que considere que el verdadero delito es hacer sufrir a los otros, por diferentes que sean. La plaza de Las Ventas será entonces un lugar decente donde, por ejemplo, se celebren campeonatos como la Copa Davis. Y Esperanza Aguirre no podrá regalar, como hizo en esta ocasión, capotes que insulten a los jugadores de tenis al compararlos con los matadores, porque su gesto estará tipificado como un delito de incitación a la violencia.

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