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Columna
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Franco, váyase

En pleno siglo XXI, a 65 años del final de la Guerra Civil española y a casi 30 de la muerte del Funeralísimo, como siempre lo llamaba Rafael Alberti, no sólo da la impresión de que en España no hubo jamás franquistas, por lo que el general sedicioso debió gobernar 36 años el país en completa soledad y combatido por todos, sino que también se ha llegado a un punto en el que nadie quiere hacerse cargo de su sombra envenenada, al menos a cara descubierta. No hay más que ver el caso de la estatua ecuestre del golpista que aún cabalga sobre la dignidad de todo Madrid en la plaza de San Juan de la Cruz, ¡vaya por Dios!, justo el poeta que supo profetizar la desesperación de tantos españoles de la posguerra cuando dijo: "¿Qué muerte habrá que se iguale / a mi vivir lastimero, / pues si más vivo más muero?".

El Congreso acaba de aprobar, por fin, con la oscura abstención de la derecha, una iniciativa que exige la retirada de todos los símbolos fascistas -y, por lo tanto, anticonstitucionales- que aún ennegrecen los edificios públicos y las calles de nuestro país. El Caudillo a caballo de la plaza de San Juan de la Cruz galopa también en los patios de la Academia Militar de Zaragoza, la Capitanía General de Valencia, la Academia de Infantería de Toledo, sigue en la plaza del Ayuntamiento de Santander, en Melilla, en Guadalajara... Si las estatuas significan cosas -y debe ser así cuando, por ejemplo, la imagen de la invasión de Bagdad que dio la vuelta al mundo fue la de la estatua de Sadam Husein derribada por los soldados norteamericanos-, entonces debemos preguntarnos qué significa que Franco aún esté en las calles de nuestras ciudades: ¿Significa que algunos de los pactos a los que se llegó para lograr la transición política a la democracia aún son inconfesables? ¿Significa que todavía estamos en peligro? No lo creo. En cualquier caso, a veces la prudencia está mucho más lejos de la sensatez que de la cobardía, o es la virtud del perezoso, o la coartada del neutral, o un afluente del cinismo. En cualquier caso, nada sano.

A Franco no queda hoy quien lo defienda, pero sí hay quienes no lo condenan claramente, o lo hacen de modo tan matizado, tan tímido y tan respetuoso, que su condena parece más hija de la necesidad, la hipocresía o el miedo que de la convicción. ¿Quién va a quitar esa tumba en forma de jinete de la plaza de San Juan de la Cruz? El Ayuntamiento de la ciudad, pese a que la obra del escultor José Capuz, tallada en 1956, aparece en el Catálogo de Elementos Singulares de la Concejalía de Urbanismo de la capital, asegura que la estatua está bajo la jurisdicción del Ministerio de Fomento y éste dice que, en todo caso, si no le pertenece al municipio, sería responsabilidad del Ministerio de Economía y Hacienda, al que pertenece la Dirección de Patrimonio Nacional. Parece muy fácil resolver el problema: ¿No es de ustedes? Entonces, es nuestra: la quitamos y asunto resuelto.

Hay quien opina que las estatuas de Franco no deben moverse de sitio, porque así siempre habrá un lugar donde ir a indignarse y soltar adrenalina. El problema es que a lo que se va allí todos los años, cada 20 de noviembre, es a honrar su memoria y a deshonrar la de todos los que murieron en su guerra. A nadie se le ha ocurrido permitir semejante disparate en Alemania o Italia.

El pretexto artístico o histórico, al que han recurrido muchos para barrer los símbolos franquistas, no tiene justificación: con el mismo argumento con que el ex alcalde popular de Madrid, Álvarez del Manzano, se negó a quitar la estatua de Nuevos Ministerios, "la Historia es la Historia", se le podría hacer otra estatua a los etarras que volaron a Carrero Blanco o se podría levantar, junto al monumento a los abogados laboralistas de la calle de Atocha, otro a sus asesinos. La Historia no es sólo la Historia, sino la suma de ella, de la verdad y de la justicia. Y lo que hace la gente como Francisco Franco no es escribir la Historia, sino pervertirla.

Por cierto, no estaría nada mal que en el hueco que deje la estatua del dictador se pusiera otra de Manuel Azaña, el presidente legítimo al que el militar sublevado echó a tiros del lugar en el que le habían puesto, con sus votos, los ciudadanos. Es sólo una idea, naturalmente.

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