_
_
_
_
_
ANÁLISIS | La calidad de los hospitales
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Hacer que se hace

1. La libre elección de hospital por el enfermo trata de introducir en la sanidad pública la "soberanía del consumidor" en el mercado: quien compra y paga, elige y exige. Se supone que cada uno de los hospitales rivalizará con los demás para ser escogido por el paciente/consumidor y que esa competencia (por reputación y por servicio; no hay precio en la sanidad pública) producirá incentivos automáticos para mejorar la calidad de la asistencia, aumentar la eficiencia en el uso de los recursos (con reducción de las listas de espera: el hospital con menor demora será más atractivo) y hacer el sistema más sensible y flexible a los deseos de los usuarios. Además, la libre elección extiende a los pacientes pobres la potestad de elegir que siempre han disfrutado los ricos y concede más poder a los enfermos en las decisiones relativas a su propia salud. Sin duda, en teoría, ofrece no pocos beneficios.

No se puede elegir bien sin conocer bien lo que puede ser elegido
Más información
La Comunidad desvela por primera vez datos de calidad de los hospitales

2. En el mundo real, las cosas, como es frecuente, se complican. La práctica de la libre elección requiere al menos dos condiciones de muy difícil si no imposible cumplimiento en nuestro politizado y opaco Sistema Nacional de Salud. Primera, el dinero ha de seguir al paciente como arranque y sostén de la competencia. El hospital más elegido recibirá, pues, más fondos y podrá desenvolverse con desahogo; otros, menos demandados y por tanto con ingresos escasos, sufrirán déficit y deberán ajustar su actividad y sus gastos, con las consiguientes tensiones asistenciales, financieras y laborales. La libertad de elección implanta en la sanidad pública el riesgo de los proveedores que compiten, pero ¿pueden los políticos, dependientes de los votos, aceptar y respetar las consecuencias de la competencia? ¿Qué gobernante o partido en el poder permitiría el deterioro de un hospital, y no digamos la eventualidad de su cierre, sin emprender una operación de salvamento con dinero público extra? Segunda, la elección ha de ser informada para que sea racional y así maximice la utilidad del consumidor y estimule la eficiencia. No se puede elegir bien sin conocer bien lo que puede ser elegido. Es indispensable que el enfermo tenga fácil acceso a los datos indicativos de la calidad de la asistencia de cada uno de los hospitales que se le ofrecen (tasa de mortalidad de procesos específicos, porcentaje de infecciones, tiempos de espera, situación hotelera, etcétera). Lo que significa que los servicios de salud autonómicos, depositarios de toda la información sanitaria y hasta ahora celosos en ocultarla para evitarse enojosas comparaciones entre autonomías, deberían sacarla a la luz, hacer el sistema transparente. Un cambio radical y tan contrario a los intereses de los políticos que hoy resulta increíble. Y aún si, por un prodigio, los servicios autonómicos se abrieran y la información fluyera con oportunidad, no sería bastante, porque difícilmente el paciente, persona desconocedora de la medicina y además disminuida, a veces incapacitada, por la enfermedad, podría entenderla y distinguir la calidad de la asistencia (los índices de calidad percibida recogen la impresión del enfermo y sólo pueden expresar la simpatía o el buen trato, no la condición del cuidado técnico).

3. Estos puntos oscuros y preguntas sin respuesta hacen dudar seriamente de que, en nuestra sanidad pública, la libre elección de hospital por el paciente pueda funcionar como es debido para crear competencia real y producir las mejoras que en teoría promete. Su implantación parece muy compleja y de elevados costes y su provecho muy incierto. No merece confianza, sino desconfianza. Y a esta inseguridad hay que añadir los peligros y efectos indeseables que seguramente infiltraría en el Sistema: la pugna entre hospitales por ganar pacientes podría provocar una cara carrera de "armas tecnológicas"; la facultad de planificar de los organismos rectores del Sistema se debilitaría o anularía; alentaría la selección de enfermos por los hospitales (eludir o recortar la estancia a los graves y "costosos"); etcétera.

4. Son muy pocos los países con sistemas de salud públicos financiados por impuestos, como el español, que han establecido la libre elección de hospital (Dinamarca, Noruega, Reino Unido, Suecia) y en todos ellos son también muy pocos los enfermos que la ejercen: solo alrededor del 10% decide cambiar; el 90% se mantiene en el hospital próximo al domicilio, aunque la espera para recibir asistencia sea más larga (la asistencia médica es un servicio local; para los ciudadanos, la de su barrio o su pueblo es el sistema entero). Así que, en la práctica, la libertad de elección se queda en nada: desdeñada por casi todos los enfermos su incidencia en la sanidad pública es casi irrelevante, el sistema sigue igual que estaba. No pasa de ser una medida de bonita apariencia, pero inerte y descomprometida, ideal para el paripé, ese frecuente "hacer que se hace" de los políticos.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Enrique Costas Lombardía es experto en economía de la salud y financiación sanitaria. Fue vicepresidente de la Comisión de Análisis y Evaluación del Sistema Nacional de Salud (comisión Abril) en 1991.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_