_
_
_
_
_
Reportaje:El murmullo de la ciudad

Ruidos y músicas en la "jungla" de cemento y metal

Es un murmullo formado por otros murmullos, compuesto de ruidos particulares. Frenos chirriantes, una excavadora, la moto chula, la tubería, el ruido de un motor que vibra junto a la goma, sobre el asfalto y, de cuando en cuando, el viento o un audaz pájaro enjaulado.Y contra este murmullo, contra este sonido insidioso y metálico, no hay ninguna defensa. Al nivel de la calle, en las casas que escuchan el ascensor, en el subsuelo como un rugido rodante y omnipresente, no podemos cerrar nuestros oídos, que aprenden así una gama de sonidos disformes, pero fuertes, opacos, pero potentes.

Así es el sonido de la máquina, tal como la pintaba Fritz Lang. Pero la máquina, entre todas esas ondas, también emite algunas que la gente llama música. Esto de la música no es más que sonido ordenado, al cual por fuerza se le añadió hace tiempo el adjetivo de agradable. Y esa música es el rock and roll. Y el rock habla de la ciudad:

«Odio en cada pavimento, paranoia en los almacenes, los chicos quieren acción, ¿y quién va a reprochárselo ahora? Todo está enfermo y parecemos satisfechos. (The Jam, In the street today.)

La música de la ciudad (y en una como Madrid) hunde sus plantas en la máquina, depende de ella por completo, como todo y todos. En Madrid hay docenas de empresas que utilizan su energía para canalizar el caos y meterlo dentro de unos moldes estéticos y vendibles. Son las empresas discográficas, los estudios de grabación, la prensa musical, la radio, agentes, representantes, vendedores... y también locales. Todo depende del enchufe que compone junto a otros millones, el enigmático, blasfemo y esquivo gran enchufe de la máquina, un multiforme cordón umbilical de electrones desquiciados.

Tal vez por eso resulte un poco ingenuo que un grupo de rock urbano como Cucharada cante contra el consumo, contra una máquina sin la cual enmudecerían. O tal vez es que Cucharada sabe esto y van al suicidio como única solución.

Pero, en general, la paranoia se extiende por el asfalto. Los nombres de los grupos merecen ser repetidos otra vez más: Suicidio, Comandos Suicidas, Topo, Suburbano, Los Motores, Alambre, La Matanza y los Perros, los Niños Muertos y la génesis de todo: Planta de Fuerza. Así se produce la música eléctrica y éstos son sólo sus representantes directos, quienes no ocultan (al igual que los grupos pesados, superestruendosos, como Van Halen o Ted Nugent) la verdadera naturaleza de su arte. Esta música no amansa a las fieras, las excita, llevando el murmullo, el color o lo que sea hasta sus últimas consecuencias. Así, ir a un concierto como el de lan Dury o Siuxsie puede ser divertido, pero también es catártico. Luego se vuelve a casa y cuando no está enchufado el tubo reluciente, la radio, el tocata o los cassettes destilan una vez más electricidad en forma bella.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Pero aunque la Banda Trapera del Río salga de los suburbios barceloneses para gritarle a su distinguido público que vayan a las cloacas, donde estarán mucho mejor, una gran parte del respetable no está de acuerdo con tan lúcida proposición. Prefiere tal vez pensar que es autónomo y escucha desde su apartamento en la ciudad-dormitorio los cánticos celtas de Alan Stivell, algún concierto de Vivaldi o la suavidad acústica de la guitarra de Andrés Segovia. Y es que el sonido de la máquina puede disfrazarse en mil formas diferentes que final mente sirven como válvula de escape a la macerada sensibilidad del individuo.

Porque, eso sí, la ciudad es multiforme y en ella se pueden encontrar todo tipo de instrumentos, desde un clave inglés rarísimo hasta un armonio destartalado, un sarrusófono, un serpentín o un eufonio. Todos vienen aquí atraídos por el anonimato polivalente de megápolis. Bien es cierto que ya no existen cruceros ni plazuelas donde cantar al son de la zampoña, pero los músicos saben encontrar las nuevas vías de comunicación y bajan hacia la negrura del subterráneo para colocarse bajo el cartel de línea 1, plaza de Castilla-Portazgo, esperando que alguien les escuche. Cuando los cantantes suburbanos comenzaban en Londres o en París, los suyos eran cantos de bardos desplazados que se refugiaban en las cavernas para estar a cubierto de la intemperie y de la marea humana, que les hubiera arrasado sin contemplaciones. Ahora, con el transcurso del tiempo, las técnicas se han sofisticado y lo mismo puedes pararte frente a un tipo que toca el sitar como asistir a unos dúos de violín y viola sobre partituras de Vivaldi. Hay gente que hace jazz y otros que con un pequeño amplificador a pilas recorren los trastes de su hacha eléctrica como intentando refugiarse en sí mismos a través del gemido de una guitarra. Estos son los nuevos bohemios, los nuevos acordeonistas, violinistas o trompetas, que ya no necesitan dar saltos para divertir a la gente. En realidad, la gente les escucha poco, sólo algunos pierden unos cuantos minutos de su precioso tiempo de laboreo para participar de unas vibraciones casuales y siempre minusvaloradas. La mayoría del personal piensa que cuando están tocando en el Metro muy malos deben ser. De cuando en cuando, la fuerza pública hace su aparición y, en arriesgada operación de limpieza, desaloja a nuestros músicos, que protestan un poco ante la curiosidad distraída y fugaz de los viajeros.

Tal vez un poco más tarde acudan a un local de ensayo, su local de ensayo. El primero que tenía Ramoncín estaba situado junto al viaducto que la M-30 alza sobre Vallecas. Desde la puerta podía verse el hormigón del puente, el humo, el metal. Dentro se buscaba atronar aún más, batir a la máquina con sus propias armas y muy posiblemente perecer en el camino.

Pero este vértigo tiene una ventaja: se admiten todo tipo de locuras, manías, fantasías, de tal manera que cada cual se organiza el viaje de su sensibilidad en dirección a lo brutal, lo suave, lo angustioso y lo divertido. Claro que la libertad está limitada y la industria discográfica intenta que acabemos todos, sin excepción, escuchando con delectación el último disco de super moda (y sólo ése); pero, hoy por hoy, el tinglado es demasiado multiforme como para pretender que no tenga fisuras. Los ciudadanos son quienes hacen el sonido, aunque la máquina tenga cada vez mayor autonomía. Lo que nadie sabe es si algo podrá frenar su murmullo. O como dice el grupo Pere Ubu de la industria pesada de Cleveland (Ohio): «No necesito un chiste, necesito una solución final.»

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_