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El Madrid melancólico

Cuántos madrileños habrán jugado de niños en el parque del Oeste, conocido allí por vez primera la amistad, vivido los ingenuos amores adolescentes. La melancolía se origina de estos recuerdos, o cuando nos aletargamos en su añoranza. Caminamos por el paseo de Rosales, desde el que se otea la sierra de Guadarrama, lejanía azulada y transparente que pintó Velázquez como trasfondo de sus personajes. La distancia siempre melancoliza, pero, al espacializarla el pintor con el signo plástico o síntesis visual de que hablaba el crítico de arte Cándido' Fernández Mazas, logra ahuyentar la melancolía de esa proyección tridimensional. En realidad es el tiempo que en su fluir natural todo lo consume y genera el sentimiento triste y, a la vez, gozoso de la melancolía pasajera. El melancólico sólo descansa en sí mismo, no se inquieta por nada de lo que sucede en el mundo y permanece recogido en la continua evocación de cuanto vivió en los años idos. Cerrado para el tiempo que huye y pasa externamente, el verdadero, no se entrega a la vida real y troca el recuerdo del pasado en esperanza de futuro. De hecho se recluye en una idealidad que le sitúa en el espacio inmóvil, más allá del tiempo cuyo transcurrir normal busca revertir, retrotrayéndolo al pasado con la secreta aspiración de resucitar el paraíso de la nostalgia.El paseo de Rosales, que llegaba al final de la antigua Cuesta de Areneros (hoy calle del Marqués de Urquijo), ha sido prolongado hasta la calle de Moret, bordeando el parque del Oeste, que es uno de los parajes más bellos de Madrid. Entre. sus frondosas arboledas se pueden contemplar los más hermosos y entristecedores crepúsculos que afligen el alma y la postran en una placentera reviviscencia. Por esta razón pienso que, pese a su Rosaleda en las proximidades de la estación del Norte, donde brilla un cálido sol invernal, el parque del Oeste nos melancoliza siempre en todas las estaciones del año. Es un ambiente el que allí se vive que invita a la soledad pensativa, a los amores secretos, a los juegos infantiles. Su magnífica situación,. casi en el límite de Madrid, tiene además un extraño trazado con sus altos y bajos incontables montículos que ofrecen una muy variada y rica vegetación.

Cuesta de Areneros

Adentrémonos por las calles de este barrio de Argüelles, evocador de nuestro pasado sentimental. Subimos por la calle del Marqués de Urquijo, antigua Cuesta de Areneros, cuyo nombre se debía a que era el camino que seguían los que acarreaban arena del río. Empieza esta calle en la de Princesa y va hasta la glorieta de San Antonio de la Florida, donde Goya pintó en sus frescos al orador santo más revolucionario de todos los tiempos. Tiene esta calle la suprema virtud de interrumpir su primitiva y recta pendiente para descansar en el paseo de Rosales y asomarse al parque del Oeste, melancolizándose al columbrar en la lejanía el paisaje de la sierra con sus azules nevados en invierno o refulgente de claridades irisadas en verano. En la calle de Ferraz, casi esquina a Marqués de Urquijo, vivió el gran matemático José Gallego Díaz, profundo espíritu melancólico pues, según los griegos, la sabiduría de los números inclina a ese sentimiento apaciguador de la tristeza. Igualmente en el número 2 de esta misma calle habitó el organista y compositor Pascual Veiga, autor de la famosa Alborada gallega, hermoso canto del despertar a la vida que desmelancoliza la dolorosa memoria del bien perdido.

Y seguimos buscando por este Madrid, tan rico de sugerencias y símbolos, otros espacios en los que se condensa la conciencia del tiempo y la finitud irremediable. Con este ánimo, recorremos el paseo de los Melancólicos, que nace en la ronda de Segovia y muere en el paseo de los Pontones. Su nombre fue dado por los vecinos del lugar y más tarde se convirtió en oficial. Es realmente un pasaje triste, desolador, que puede incitar a la depresión, esa enfermedad de la melancolía que niega todo sentido a la vida y a la historia. Por este paseo de los Melancólicos deambulaban con frecuencia algunos personales de las novelas madrileñas de Pío Baroja, fraguando proyectos dichosos de porvenir, acariciando utopías ácratas, soñando futuros idílicos. Eran criaturas que vivían cavilando siempre, porque la reflexión, al fin y al cabo, es la esencia más pura de la melancolía de los melancólicos.

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