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Columna
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Mujeres imposibles

Mi amigo se enamoró en un semáforo en rojo. Ella miraba al frente en el coche de al lado pero él no pudo retirarle los ojos. De repente sintió que, de alguna manera, se pertenecían; comprendió que no podía dejarla escapar, que aquella mujer era una vida debida, una oportunidad no esperada, quizá ni siquiera intuida, pero súbitamente irrenunciable. Luego el semáforo se puso en verde.

Cualquiera de nosotros la habría dejado escapar. Quizá hubiéramos tardado cuatro calles, dos glorietas y algún que otro ceda en desalojarla del pensamiento. Pero no muy tarde nos habríamos liberado de la melancolía de perder una imagen que parecía, no sólo eterna en el presente, sino el combustible del porvenir. Sin embargo mi amigo no se resignó a que ella fuera una más, convencido de que esta vez era ella. Renunció a su trayecto, a las obligaciones más inmediatas y decidió apostar por el resto de su vida. La siguió por todo Alberto Aguilera, pasado Moncloa y carretera de la Coruña arriba. Fue detrás de su guardabarros trasero durante 25 kilómetros, hasta que ella se detuvo a las afueras de una urbanización, bajó del coche y le pidió una explicación.

Él le confesó que, sin saber muy bien por qué, necesitaba seguir a su lado, que le había parecido insoportable perderla para siempre, conformarse con el guión preestablecido y no dar el salto mortal. Es posible que su confesión no sólo fuese motivada porque cualquier otra habría sido aún más increíble, sino porque, sencillamente, formaba parte del plan. El estado de enamoramiento transitorio, de evasión emocional no se había pasado. En lugar de espantarlo agitando la cabeza y poniendo el intermitente hacia otro lado, había decidido seguir azuzando la emoción, enrocándose en su propia fantasía. Ella le dijo: "sígueme".

Aquella historia de amor sólo duró un desayuno. Es cierto que las probabilidades de entrar en casa de la chica eran reducidísimas, habría sido más probable acabar retenido en la garita del guardia de seguridad de la urbanización acusado de acoso. Sin embargo, aunque hoy ya apenas puedan rememorar sus caras, no olvidarán que le dieron una oportunidad al azar, se la dieron a ellos mismos.

Muy pocos hemos tenido el arrojo de perseguir un flechazo transitorio, sin embargo todos lo hemos sentido, hombres y mujeres. Quién no se ha enamorado en un paso de cebra, en el ascensor de un hotel, en la sala de embarque de un aeropuerto. Quién no ha vivido historias de amor que han durado un segundo, delirios súbitos e irracionales, deslumbrantes como la propia mentira.

Sin embargo, aunque estos calambrazos en el corazón nos electrocuten de vez en cuando a todos, a no ser que uno tenga la osadía de besar a la chica por encima de un mostrador y que no le parta la cara, nadie lo cuenta. La triste euforia del embelesamiento fugaz se vive en privado y luego se olvida, ese déjà vu de excitación se diluye en el pensamiento como un sueño. Por eso es gratificante oír a alguien hablar del fenómeno. Y no sólo eso, poder contemplar las fotografías de todas esas mujeres imposibles. El cineasta catalán José Luis Guerín expone en la Bienal de Arte de Venecia una colección de imágenes titulada Las mujeres que no conocemos. Guerín ha retratado a esas chicas eternas que pasan sólo un instante, ya no para quedarse en tu vida, sino para, por un momento, hacerte soñar otra existencia.

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Ojalá que la exposición viaje algún día desde el Gran Canal al Manzanares y así podamos contemplar el catálogo completo de mujeres que nunca tuvimos. Porque, en el fondo, las figuras capturadas por Guerín son siempre la misma, son la encarnación de un ideal, de un sentimiento compartido. Sus chicas inalcanzables son el reflejo de las nuestras. Y nosotros también somos Guerín.

Es curioso como a cualquiera le puede parecer excepcional y romántica la historia del chico persiguiendo a su amor de semáforo, cómo todos podemos comprender la imprevista obnubilación por un desconocido pero cómo, rara vez, damos ese paso al vacío o recibimos gratamente la iniciativa ajena. Qué complicado resulta sincronizar los impulsos, afinar la frecuencia del deseo en un momento suspendido. Qué difícil abandonarse al corazón, a la intuición, a la esperanza. Qué extraordinario un beso imprevisto. Qué imposible un segundo desayuno.

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