Con La Negra en el corazón
Serrat, Ana Belén o Pedro Guerra evocan a Mercedes Sosa en el teatro de la Zarzuela como gran emblema iberoamericano e indígena
Bien lo dijo el poeta Sabina: era "la gran dama que bordó puntos y comas en las prisas del idioma de la gente". Decía bien, porque aquel pasado 4 de octubre, en el sanatorio bonaerense de la Trinidad, a un buen puñado de argentinos no se les murió un ídolo, sino casi una madre.
Cinco grandes artistas de las dos orillas rindieron anoche tributo en el teatro de la Zarzuela a la voz eterna de Mercedes Sosa, y lo hicieron como a La Negra más le hubiera gustado: con emoción serena y contenida, apelando a la hondura de la palabra, a la belleza de ese repertorio popular y valiente que la india tucumana escribió, abrazó o popularizó -casi amamantó- a lo largo de cinco décadas.
Al actor Sancho Gracia, un madrileño de alma medio argentina, le cupo el honor de conducir una gala a la que él quiso imprimir un nada impostado seseo porteño. Era curioso escuchar a los venerables integrantes de Opus Cuatro, abrumadora formación vocal con cuarenta y pico años de trayectoria, evocando a Sosa como la cantora (ella nunca habría dicho cantante) que les enseñó a honrar la vida y dar voz a América.
Fueron tres canciones por cabeza y una marea de aplausos
Ana Belén: "Llevamos unos años de muchas ausencias"
Pedro Guerra salió solo con su guitarra, tocando arpegiado, cantando bonito y casi en un susurro, hasta que confesó el impacto que a los 16 le supuso descubrir a La Negra en su Güímar natal: "Escuché aquellas casetes hasta que se les cayeron los cachitos de hierro y cromo...".
Ah, las confesiones. Las hubo lindas, mucho. Como cuando Ana Belén, de blanco impoluto, casi murmuró: "Llevamos unos años de muchas ausencias". Regaló Vengo a ofrecer mi corazón con un gusto exultante, porque el tiempo sólo parece dejarle a esta mujer sabiduría, y ni un ápice de cansancio, en el poso de la garganta.
Justo antes había desfilado Tania Libertad, peruana de voz avasalladora, y un Joan Manuel Serrat al que Madrid quiere tanto que un caballero le jaleó y dio la bienvenida con un "¡Guapo!" nítido y rotundo. Y aunque su quintaesencial gorjeo ha perdido parte de aquella fuerza de antaño, avivó unos cuantos lacrimales con sus interpretaciones de Cantares y Aquellas pequeñas cosas.
Fueron tres canciones por cabeza y una marea de aplausos y recuerdos. La bondad de Mercedes, su compromiso con el pueblo y la vida, trascienden a esa "muerte ritual" de la que hablaba en Zamba para no morir. Ella ahora duerme; ya ha tenido que verse borrar, como decía aquella letra, conmovedora como casi todo lo que salía de sus labios. Pero le sobrevive su generosidad con el prójimo y el orgullo de una folclorista que jamás olvidó cuál era su procedencia.
Lo trajo a colación Enrique Iglesias, secretario general iberoamericano, citando otra más de tantas frases emotivas que gustaba pronunciar a la homenajeada: "Dale tu mano al indio. Dásela, que te hará bien".
La ministra de Cultura, Ángeles González-Sinde, recordó cómo la conoció, por estas casualidades de la vida, en una ciudad tan poco austral como Los Ángeles. En aquellas latitudes aprendió la hoy ministra a "conocer a los hermanos iberoamericanos con el corazón antes que con los ojos". Sobre todo porque La Negra le transmitió una virtud bien valiosa: "Sentirme orgullosa de hablar su mismo idioma y de parecerme a mí misma".
Cinco pequeños recitales, 15 canciones, unas gotas bien dosificadas de melancolía. Hora y media de reconocimiento póstumo a la mujer que encarnó -volvemos a Sabina- "el canto ancestral" de todo el pueblo argentino. Decía Facundo Cabral que cantante es el que puede y cantor, el que debe. Y el corazón de La Negra, qué duda cabe, nunca le faltó a sus obligaciones.