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Columna
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Oda al 'descampao'

Entre los recuerdos más felices de la niñez madrileña, junto a las meriendas con Nocilla, los dibujos animados de Sherlock Holmes y los baños con mucha espuma antes de cenar, están los descampaos. Hasta hace una década, cuando el boom inmobiliario lo arrasó todo como la onda expansiva de una bomba atómica, la ciudad estaba moteada de superficies, simplemente, vacías. Los descampados aparecían junto a los barrios más poblados, no era necesario acudir a las afueras de Madrid para encontrar aquellas zonas diáfanas. Casi cualquiera convivía con la cercanía de un descampado, asumiendo el respiro edificativo que representaba, comprendiendo que aquel espacio era como el renglón desnudo tras el punto y aparte de una urbanización.

Las explanadas de tierra se presentaban ante los niños igual que una hoja en blanco, cargadas de posibilidades

Las explanadas de tierra se presentaban ante los niños igual que una hoja en blanco, cargadas de posibilidades, entregadas a la imaginación de quien quisiera convertir ese territorio en un campo de fútbol dibujado con piedras y anoraks, en un inmenso patio de recreo donde correr, revolcarse, buscar tesoros entre los desperdicios. Hoy, sin embargo, el espacio en las ciudades representa dinero, no fantasía. Es inconcebible desaprovechar un terreno yermo sin levantar un bloque de pisos, unas oficinas o un polideportivo. Al margen de la avaricia especulativa, las metrópolis, en su voluntad de servir al ciudadano, han mutado, se han hecho funcionales. Madrid está llena de centros culturales, de espacios de ocio acotados y con horarios de apertura y cierre, de colegios y piscinas públicas con socorrista. La diversión está previamente programada, dirigida, controlada. Ahora los niños apenas improvisan su entretenimiento en los parques, erizados de vallas y columpios reforzados, de carteles de peligro.

La seguridad limita el riesgo, pero en el riesgo radica el aprendizaje. Quien haya jugado entre los matorrales, en el barro de los descampados, quien haya inventado desafíos dentro de un territorio sin fronteras físicas ni mentales, echará hoy de menos aquellos lugares donde éramos los únicos protagonistas, un planeta arrasado donde sentirnos los colonos de nuestra propia civilización infantil.

Una ciudad necesita de lugares vírgenes, no de parques de diseño ni de grandes jardines que cierran al anochecer, sino de territorios sin propietarios ni reglas. Los descampaos eran esa zona salvaje del cuerpo de la ciudad, un reducto de primitivismo y autenticidad, el último centímetro de piel sin tocar. En esos exteriores no sentíamos el tiempo, ni nuestro ni el del mundo, corríamos por aquella superficie sin referencias ni conciencia, seguros de que la realidad no nos alcanzaría nunca.

Antes de que los descampados fueran tomados por los animales prehistóricos de las grúas y las hormigoneras ya fueron perdiendo su magia. Quizá Madrid entera agotó su ingenuidad y las tierras baldías de la ciudad se transformaron en regiones peligrosas, morada de violadores y yonquis, o eso contaba la leyenda. Hoy incluso los drogadictos y los malhechores que tuvieron que huir más allá de Mirasierra o Villaverde con el fin de los descampados, están siendo desalojados de sus nuevas cuevas en el extrarradio, empujados hasta confines indefinidos por los nuevos campos de golf y las macrourbanizaciones que se propagan como un cáncer.

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Y es precisamente en esa nueva frontera de la ciudad donde reaparece el campo. Muchos de nuestros hijos están creciendo en los nuevos chalés adosados de Paracuellos o Quijorna, en pueblos reinventados por la expansión inmobiliaria. Vuelve a nacer una generación con la posibilidad de ver un saltamontes y de cazar una lagartija, de pincharse con unos cardos intentando armar una cabaña. El problema es que hoy casi ninguna madre se atreve a dejar a sus hijos corretear por las dunas y los valles silvestres como hicimos nosotros hace 20 años.

Nuestros descampados eran oasis en medio de las estalagmitas de asfalto, pero lo que tienen estos niños ante sí es el mar. Un océano vegetal, más o menos bello o inhóspito, pero, en definitiva, la ocasión de zarpar solos. Aunque quizá sea demasiado tarde. Todo buen padre actual prefiere que los peligros que hayan de encarar sus hijos estén dentro de un videojuego. Fuera, en la calle, anochece y ya empieza a hacer frío. Mejor juega a la pelota con papá en el pasillo.

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