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Columna
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Peluqueros, libreros y camas

Estamos tumbados en la cama, leyéndonos en voz alta, una de las cosas que más nos gustan. Cada uno empezó con su libro pero disfrutábamos tanto que no pudimos resistirnos a compartir el placer. Yo he estado de librerías y encontré Contra los poetas, de Gombrowicz; a él le traje el primer volumen de la antipoesía de Nicanor Parra. Nos reímos a carcajadas, deslumbrados y divertidos por las páginas geniales de ambos. Además, estamos muy guapos, porque los dos nos hemos cortado el pelo.

En la vida conviene tener un amigo médico y un amigo abogado. Si la cosa se pone fea con la salud o la justicia, no hay nada como poder coger el teléfono y llamar a un amigo. Pero añado que hay que tener a mano un peluquero y un librero. Si tu médico y tu abogado te dotan de una cierta tranquilidad ante las cuestiones más serias, ante los trámites más inquietantes, ineludibles y aburridos, tu peluquero y tu librero representan siempre una puerta que se abre al cambio, al juego, al descubrimiento, y en sus manos pones un asunto no menos serio y mucho más feliz: la belleza de tu cabeza.

Si la cosa se pone fea con la salud o la justicia, no hay nada como poder llamar a un amigo

Todos los peluqueros parecen felices. El mío se llama Julio y trabaja en la peluquería Gente de la calle de Covarrubias. Le corta el pelo a Boris Izaguirre o a Karmele Marchante, pero yo también puedo llamarle en cualquier momento y decirle: Julio, te necesito. Porque a un peluquero se le necesita como a un médico o a un abogado. Y Julio siempre está ahí, limpio y alegre, dispuesto a sanearte, a darte un aire mejor, a nutrirte, a quitarte años, a ponerte guapa y a hacerte reír: pelillos a la mar. El otro día me cortó la melena. Sólo un peluquero y alguien con una larga melena saben a lo que me refiero. Tu melena no te la corta cualquiera. Como además somos vecinos, cuando nos encontramos por la calle de la Libertad, Julio, que pasea con su perro Marco, me ahueca el pelo agitando la mano con esa mezcla de determinación y suavidad que sólo dominan los peluqueros, y me regaña si lo llevo detrás de las orejas, qué manía. ¿Se puede pedir mayor seguridad callejera?

De regreso a casa, liberada, ligera, a nuca descubierta, pasé por delante de la barbería de Ángel, en la calle de Barbieri. Ángel es el barbero de Juan. Mantienen una relación, digamos, sana: mientras el pelo que sobra va cayendo, se cuentan ese tipo de cosas de la vida como dónde es mejor pasar las vacaciones, cómo ha cambiado el barrio o lo que estudian los hijos. Ángel aparenta la sencilla felicidad del cumplimiento y a Juan le transmite esa tranquilidad que dan ciertas cosas de siempre. Hasta luego, nos dijimos cuando pasé sin mi melena por la barbería. Ángel estaba en la puerta, al sol, con su chaquetilla blanca y las manos enlazadas a la espalda. Lleva ahí décadas. En verano recorre Europa en autobús con viajes organizados.

Y luego vi a Navarro. Lo que vemos desde los balcones de casa es una peluquería, lo cual es un privilegio, como vengo intentando explicar. Pero ésta es especial. Tiene un escaparate que Juanjo Navarro ha convertido en un clásico de la escenografía del barrio. Lo cambia periódicamente, adaptándolo al momento: carnaval, primavera, Navidad. Y es uno de los iconos del Orgullo Gay de la calle de San Marcos: todos los años saca a la acera un sofá blanco y bailan y brindan con champán mientras se arreglan para salir en su carroza. Ahora, en Semana Santa, lo mejor en Chueca es el escaparate de Navarro: una foto gigante de su peluquero estrella, el más sonriente que conozco, que tiene un pelazo, un cuerpazo y está crucificado, entre dos cirios. A diario, desde nuestro salón, oigo a Navarro hablar con el móvil a la puerta de la peluquería y decirle mimos a Chicho, su bulldog francés, que juega en la acera con esos muñequitos de goma que emiten un sonido chillón. Cuando oigo a Navarro con su móvil y a Chicho con su patito tengo la sensación de que todo va bien.

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Pero, además, ahora he encontrado una librera. Como antes de la Casa del Libro y de la Fnac. Una librera de nombres propios. Se llama María y me llama Ruth. Entro en la librería Antonio Machado del Círculo de Bellas Artes esperando que ella esté, menuda, inteligente, muy joven. Habla de libros con gusto, los conoce, los busca con interés, te trata con una dedicación y una amabilidad que hace de la librería ese lugar tuyo al que siempre quieres volver. Con María tengo la sensación de que los libros siguen en buenas manos y los lectores también: el cambio generacional de una intermediación deliciosa, particular.

Así que esto es lo que hay: peluqueros, libreras y una cama donde leemos, ahora, a Baudelaire y a Valéry. ¿Qué más se puede pedir para ser feliz cualquier semana, santa o no?

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