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Columna
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Rumanos en Madrid

La escena aconteció en un súper del centro de Madrid. Dos tipos rumanos pasaban por la caja donde supuestamente pagaban todo lo adquirido. Les acompañaba un crío de tres o cuatro años abrigado hasta el cuello con un anorak que le ajustaba la cintura. Cuando el trío enfiló el tramo de salida los detectores de seguridad advirtieron que algún artículo cruzaba esa frontera de extranjis. El guardia de seguridad pidió de buenas formas que volvieran a pasar uno por uno y así lo hicieron los adultos, mientras el crío, a su aire, chupaba un caramelo. Esta vez la máquina no pitó, así que el segurata rogó en el mismo tono que también el niño pasara por el arco.

Ahí empezaron las malas caras y, tras unos segundos de tensión, el chavalín atravesó el arco desatando la escandalera del aparato. Los tipos no se arrugaron. Haciendo gala de un morrazo ilimitado escenificaron la indignación monumental que presuntamente les producía el que sospecharan del crío. Tal fue la bronca que montaron, tales sus aspavientos ante la clientela a la que convocaban, que el empleado de seguridad, acojonado, dejó marchar al grupo sin mayor exigencia. Antes de alcanzar la puerta, el más gallito, en la creencia de que alguien con corbata debía mandar mucho allí, se dirigió a mí. "Cómo va a robar el niño...", me espetó, intentando abochornarme.

Le dije que el niño no había robado, pero ellos sí, y habían utilizado al chaval para pasar el botín

Tuve la oportunidad de callarme, pero hubiera reventado. Así que, tras aclararle que yo sólo acompañaba a un cliente, le dije que efectivamente el niño no había robado, pero que ellos en cambio sí, y que habían utilizado al chaval para pasar el botín. Antes de que reaccionara le reté a que abriera el anorak del crío. No hubo más. Salieron todo dignos y 50 metros calle abajo liberaron al pobre chavalín de la carga.

Les cuento esto para hacer hincapié en la cara inmensa que llega a tener esta gente y con qué desvergüenza utilizan a los menores. Lo hago además consciente de que el episodio es una anécdota comparado con la actividad delictiva que desarrollan las bandas infantiles de rumanos que operan en Madrid dirigidas por sus mayores.

No es asunto baladí. Estos críos actúan en pandillas bien organizadas por sus progenitores y son responsables de buena parte del castigo que la delincuencia callejera inflige a los turistas en el centro de la capital. La policía tiene identificadas al menos ocho bandas, pero pueden ser muchas más, sobre todo cuando llega el verano, en que los padres envían a sus hijos a España para que hagan su agosto aquí. Le dan a todo: son descuideros, tironeros y caen como avispas en los cajeros, las terrazas y sobre los coches parados en los semáforos. Las niñas suelen dedicarse a la mendicidad, pero si se pone algo a tiro lo cogen.

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Ésta es la realidad sin ambages, como real es el hecho de que la inmensa mayoría de estos chicos son gitanos. La policía hace lo que puede, que no siempre es mucho cuando hay niños de por medio. Sólo la buena relación con la policía rumana permite últimamente practicar un seguimiento de estos menores para imputar a los adultos que les inducen. En esto no puede haber remilgos ni falsos complejos de racismo o xenofobia. Resulta de todo punto intolerable que una gran parte de los miembros de una etnia condene impunemente a sus hijos a la ignorancia, el oprobio y la delincuencia.

Es verdad que esos gitanos no son los únicos de aquel país que delinquen en el nuestro. Detectadas hay medio centenar de redes relacionadas con el tráfico de personas, expolio de cables y falsificación de tarjetas.

Lo cierto es que entre unos y otros proyectan entre nosotros una imagen desvirtuada e injusta del conjunto de los inmigrantes procedentes de Rumania, la inmensa mayoría de los cuales es gente honrada, y enormemente abnegada y trabajadora. Sé de muchos que han tenido la mejor experiencia con ellos en el sector de la construcción, la hostelería o el servicio doméstico, y eso merece un esfuerzo integrador.

Es muy importante que no cometamos el error de etiquetarlos arbitrariamente por su pasaporte. Lo es especialmente en Madrid, región en la que se ha producido en los últimos meses una llegada masiva de inmigrantes rumanos y donde son ya el colectivo foráneo más numeroso, por encima de los ecuatorianos.

Dar el mismo trato y consideración a quienes constituyen un activo para el desarrollo económico de Madrid que a los que vienen a robar es una estupidez que nos denigra. Hay que perseguir el delito con mano de hierro y expulsar sin contemplaciones a quienes abusan de nuestro Estado de derecho. Los 190.000 rumanos honestos que hoy viven en Madrid también lo agradecerán.

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