_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Sabina invita

Una crítica musical a un disco de Sabina ya no tiene sentido. El valor de sus trabajos no reside en la complejidad ni la innovación de sus melodías, ni siquiera en el nivel de sus letras, sino en la calidad y la cantidad de Sabina que hay en ellos. El nuevo CD flirtea otra vez con diferentes estilos, la portada vuelve a ser infame, los textos siguen tratando sobre sus tortuosas relaciones con las amantes, las musas y Madrid. Quizá en discos anteriores el fan se sintió decepcionado por la reiteración de las historias, los arreglos o los recursos poéticos, pero con esta última obra hemos comprendido que no importa que se parezca a sí mismo, incluso que no haya ofrecido su mejor versión. A estas alturas de su carrera es absurdo pedir una revolución musical, ni siquiera un afán de superación por su parte, simplemente recibimos su nuevo plástico espejeado como un capítulo más de una historia a la que estamos enganchados. Sus seguidores, como los devotos de Woody Allen o James Bond, ya no esperamos un giro temático o formal, sino que aguardamos con ansia reencontrarnos, cada cierto tiempo, con el mismo protagonista envuelto en desamores, aventuras y nostalgias parecidas.

Joaquín Sabina empatiza con el público gracias, en gran parte, a haber creado una imagen, la de un canalla noctámbulo, bohemio y enamoradizo. La gente ha conectado con él a través de un estereotipo gestado a base de muchos años invirtiendo la salud y el tiempo en drogas y conquistas por los garitos de Madrid. Pero tras la isquemia cerebral sufrida hace casi un año, Sabina ha renunciado con juicio, resignación y melancolía a los excesos. Ha matado al personaje para salvar a la persona que no sólo ha sobrevivido, sino que se ha demostrado más inteligente y ganadora que su caricatura. Su vida crápula ha amainado, pero Sabina no ha perdido autenticidad, ha afrontado su nueva perspectiva vital con honestidad ante él mismo y ante su público, confesando que echa de menos una raya y denostando a los que se sienten traicionados porque ya no la esnifa. Sabina se ha reciclado, algo que no ha ocurrido con su música. Sin embargo, se encuentra en el cenit de su carrera.

En estos fatídicos tiempos de cantantes teleconstruidos y telepromocionados, cobra relevancia el cantautor longevo, por cantautor y por viejo. Artistas como Alaska, Juan Perro o Enrique Bunbury se han revalorizado, barnizados por su condición de creadores de canciones y de sí mismos. Sabina continúa escribiendo versos que justifican toda una canción (con sus cien compases, sus ocho instrumentos y sus veinte horas de grabación) y quizá su propia vida.

El gran antídoto contra la caducidad del cantante de Úbeda es su sentido del humor. Su grosería o su lirismo podrían chirriar si no estuvieran aderezados de jocosidad. Sabina sigue interesando, y no sólo a aquella generación a la que cantó por primera vez Princesa o Pongamos que hablo de Madrid, sino a los jóvenes de ahora. Es cierto que el gamberrismo 'sabiniano' sintoniza más con la juventud que el sentimentalismo de otros cantautores de su quinta que hoy resultan desfasados, aburridos y lentos. El nuevo público aprecia tanto una línea soez como una hermosa metáfora.

Joaquín hace reír, es mordaz y crítico, auténtico cuando cerraba los bares y ahora que abre el mueble bar de su casa. Hace un mes y medio salió fotografiado totalmente desnudo en El País Semanal, un exhibicionismo físico que completa al sentimental, al strip-tease emocional que dura casi treinta años y que sigue interesándonos, imantando nuestros oídos a cada canción, deshojada como una prenda.

Sabina vuelve a poner en las estanterías o las mantas un nuevo puñado de canciones, algunas de ellas regalos confiscados a amigos como Ana Belén, María Jiménez o Santiago Segura. De nuevo llena nuestra biografía de la suya, de sus fracasos amorosos que son victorias condecoradas con una composición, de erotismo desbordado y banderillas al convencionalismo. Su historia entra en nosotros, pero no permite que pisemos dentro de ella. Sus canciones no son, como muchas otras, decorados por donde pasea el oyente. Con Sabina conectamos porque nos hace cómplices de su mundo único e infranqueable, porque nos seduce con un guiño o descorchándonos una sonrisa.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Estamos, pues, invitados a otra ronda de sí mismo. Sin alcohol.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_