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Columna
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Sexo sin techo

Sería bonito que en primavera los madrileños pudiéramos practicar sexo libremente en los parques, bajo la sombra morada de los cipreses que sumergen sus raíces en el estanque del Palacio de Cristal, entre los pinos y los pavos reales del Retiro, sobre el césped rasurado del Capricho o entre la naturaleza domada del Campo del Moro.

Para los adolescentes el amor en los jardines públicos, el regreso a casa con pinocha en la ropa interior y chinas marcadas en las rodillas no es una opción, sino prácticamente su única alternativa. Sin casa propia y sin coche, el parque del Oeste, la Casa de Campo o cualquier jardincito con sombras cerca del barrio suele ser el mejor lugar al que llevar a las chicas: mitad romántico-mitad oculto. Para muchos treintañeros de hoy, las pendientes de césped próximas a Rosales o los pinares de El Pardo quedarán para siempre asociados a aquellas tardes incendiadas por el atardecer y el deseo.

Creemos vivir en una ciudad desinhibida y moderna, pero hay tabúes que sería gozoso abolir

Pero el sexo en los parques no es sólo una inevitable práctica adolescente. Muchos madrileños son aficionados a acostarse al aire libre, quizá atraídos por el agradable viento de clorofila que evapora el sudor o simplemente provocados por la excitación de ser observados. El Retiro es un lugar recurrente para los amantes con poca ropa, da igual la edad. ¿Quién no ha sorprendido a parejas (cuando no hemos sido una de ellas) en posturas comprometidas bajo un roble o no ha presenciado los desagradables vestigios de una copulación abandonados sobre la hierba? Quizá sea inútil prohibir esas hogueras carnales, es posible que lo más inteligente, liberal e incluso humano, sea permitir que cada uno se ame donde quiera mientras que no moleste a nadie y recoja luego los casquillos de su traca sexual. Eso es, al menos, a la conclusión a la que ha llegado el Ayuntamiento de Amsterdam respecto al parque Vondel, el más popular de la ciudad. A partir del próximo junio, el Consistorio holandés no penalizará a las personas que mantengan relaciones sexuales en el jardín, mientras que sean discretas y aseadas.

Recuerdo pasear por el Jardín Inglés en Múnich hace unos cuantos veranos y, súbitamente, encontrarme rodeado de gente completamente desnuda tomando el sol en una gran pradera, niños y adolescentes chapoteando sin bañadores en un riachuelo, parejas conversando con sus sexos calmos. De pronto me sentí inmerso en una estampa paradisíaca, en un cuadro de El Bosco. Muchas veces creemos vivir en una ciudad desinhibida y moderna, pero todavía hay una serie de tabúes que sería gozoso abolir.

Contra lo que no pueden luchar las leyes es frente a la lascivia de esta metrópoli. Madrid es, por ejemplo, uno de los lugares de Europa donde más se practica el cruising y el dogging. Ambos términos aluden a tener relaciones sexuales en lugares públicos con desconocidos. El cruising lo protagonizan los homosexuales, y el dogging, o cancaneo, los heteros. El dogging adopta su nombre por la cantidad de voyeurs que, con la excusa de pasear al perro, se acercan a los rincones donde se producen estos encuentros que muchas veces derivan en orgías.

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Hace años las citas se acordaban boca a boca, mientras que hoy los foros de Internet actúan de tablón de anuncios. En la página de dogging España hay registradas casi 60.000 personas que quedan para practicar sexo en los baños de la Biblioteca Nacional, en las estaciones del metro, en los museos, en los centros comerciales, en el Monumento de los Caídos por España del paseo del Prado y, por supuesto, en los parques (también son muy conocidos los escarceos en el aparcamiento del Templo de Debod o tras la plaza de toros de Las Ventas).

Madrid es una ciudad tremendamente sexual, lasciva, inquieta e inquietante. Las nuevas tendencias y juguetes eróticos, los locales de intercambio de parejas, los cuartos oscuros, los gloryholes... están dejando de ser patrimonio de pervertidos o viciosos. Cada vez más gente prueba nuevas experiencias sexuales y cada vez menos, censura esas conductas. Una parte de la comunidad gay, mucho más abierta y liberada que la mayoría de los heterosexuales, ha sido la primera en consumar una serie de fantasías proscritas en la mentalidad hetero. Gracias a ellos, esta capital comienza a hacer un strip-tease moral. Y es en los parques donde, todavía en silencio y a oscuras, van cayendo las últimas prendas.

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