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Columna
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Socorro, que viene la policía

Juan Urbano venía hecho un trueno tras sufrir uno de esos abusos reglamentarios a los que la Policía Local de Madrid nos tiene tan acostumbrados a todos: había dejado el coche estacionado unos minutos en el fondo de una gasolinera de la calle de Alberto Aguilera, pegado a una pared y en un lugar donde no molestaba a nadie, para ir a comprar el periódico, y cuando volvió, una avinagrada dependienta había llamado a la policía y le habían puesto una multa ni más ni menos que de 180 euros "por interrumpir gravemente la circulación", un embuste que le hizo pensar que la ley en nuestra ciudad es una suma de normas abusivas y guardias mentirosos que, eso sí, cumplen con su trabajo esencial, que por lo visto es el de proporcionarle un buen negocio al Ayuntamiento. No hay más que acordarse de las denuncias hechas hace muy poco por los propios policías, que se quejan de que sus jefes les obligan a poner a diario un número de sanciones muy alto y a los que vuelven a la comisaría sin ellas los castigan dándoles los peores puestos para dirigir el tráfico, las intersecciones más incómodas, los cruces más peligrosos, las avenidas más embotelladas... Vaya, así que los policías no son policías, sino simples recaudadores.

Un embuste le hizo pensar que la ley en nuestra ciudad es una suma de normas abusivas

O, ya puestos, simples ladrones, como al parecer lo son el comisario, los agentes y los guardias civiles que dirigían las tramas corruptas de Coslada y El Molar, en un sitio extorsionando a los empresarios y a las prostitutas y, en el otro, traficando con la droga que le quitaban a los camellos. Por mucho que le costase, Juan Urbano tuvo que estar de acuerdo con la presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, que dice lo que todos pensamos cuando califica esas tramas de "lamentables y escandalosas siempre, pero aún más cuando los ladrones son los guardianes del orden, de nuestra seguridad y de nuestros derechos y libertades".

Qué condena al aire libre, esta de vivir en una ciudad donde los policías indignos llenan de manchas su uniforme y de sospechas el de todos sus compañeros, donde unos sangran a los ciudadanos para llenar la caja fuerte del Ayuntamiento y otros se convierten en los forajidos a los que deberían perseguir mientras corren no tras ellos, sino tras su dinero. Bueno, menos mal que aunque los primeros sean impunes porque los defiende la burocracia, a los segundos les echan el guante de vez en cuando y acaban en la cárcel y en los juzgados, como ha ocurrido en esos dos casos, el de Coslada y el de El Molar.

Para calmarse y buscar un cobijo intelectual donde esconderse de su propia ira, Juan Urbano metió la mano en su despensa de filósofo y se acordó de una frase de Nietzsche que dice que el remordimiento es como la mordedura de un perro en una piedra: una tontería. A él le parece que si los aforismos se pudieran silbar, ése sería la sintonía de todos los cínicos de este mundo, y por lo tanto no está en absoluto de acuerdo con él. Pero, por desgracia, hay mucha gente que sí parece adaptarse como anillo al dedo a la idea de Nietzsche, un tipo apocalíptico a cuyas teorías les ocurre a menudo como a su apellido, que les sobran consonantes y cuando se expresan en voz alta suenan a juramento en alemán, pero que no era ni mucho menos tonto y conocía la condición humana hasta en sus más viscosos rincones. ¿A los policías-recaudadores les pesarán sus multas arbitrarias en la conciencia? ¿Y a los policías-malhechores les quemarán las manos las monedas manchadas que se meten al bolsillo? ¿O, más bien, los primeros considerarán que al fin y al cabo ellos sólo cumplen órdenes y los segundos se dirán que el que roba a un ladrón tiene cien años de perdón? ¿Es eso lo que habrán estado pensando los guardias civiles y el antiguo jefe de la Policía Local de El Molar mientras dormían, estas últimas noches, en los calabozos de la Comandancia de la Guardia Civil de Tres Cantos? A lo mejor deberían intentar lo contrario, ser como el perro de Nietzsche y dedicarse a morder piedras, porque así aprenderían que los dientes no están en la boca para dar dentelladas a todo lo que se mueve, sino para alimentarse.

Juan Urbano se fue a casa a preparar su recurso a la multa abusiva y mentirosa que le habían puesto, y soñó que no sólo se la iban a quitar, sino que al agente que se la había puesto le pedirían explicaciones sus superiores: ¿cómo y por qué convirtió usted un lugar apartado en una vía muy transitada? Y, claro, también soñó con que el refrán se vuelva del revés y los ladrones que roban a otro ladrón no tengan ni un minuto de perdón. Tal vez alguno de esos dos sueños se convierta en realidad. O tal vez los dos. O tal vez ninguno.

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