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Reportaje:

Trazos para la posteridad

Bibliotecas y museos atesoran autógrafos de personajes históricos

Madrid figura entre las superpotencias mundiales de un bien tan singular y delicado como las alas de una mariposa. El tiempo le amenaza siempre. Apenas puede verse en público. Pero ahí está. Permanece metido en cajas fuertes o anclado en solitarios anaqueles de remotas estancias. Y ello porque exhibirlo pone en peligro su vida, mientras ocultarlo oscurece su contenido y a la postre, lo silencia para siempre. Se trata de los autógrafos y manuscritos, testimonios de escritura que dieron fe de personas o de hechos e ideas memorables. La historia no hubiera sido posible si no hubiera habido constancia de estos testimonios. Tampoco un género literario, la psicobiografía, reconstrucción de una personalidad histórica gracias a vestigios como la escritura, que el psiquiatra Francisco Alonso Fernández ha desplegado en libros como 'Historia personal de los reyes de la casa de Austria' o 'El enigma Goya'.

Las principales vetas de autógrafos y de manuscritos existentes en Madrid se encuentran en el Archivo Histórico Nacional, en la calle de Serrano; en la Biblioteca Nacional, del paseo de Recoletos; y en el Palacio Real, en la calle de Bailén. El Instituto de Valencia de Don Juan, en la calle de Fortuny, o el centro Francisco de Zabalburu, en la calle del Marqués del Duero, detrás de Cibeles, atesoran extraordinarias colecciones tanto de autógrafos como de códices.

Resulta imposible mitigar la importancia de los documentos hológrafos que cobijan estos recintos de cultura. El Cantar de Mío Cid, la única copia escrita que se conserva -era un poema oralmente declamado- se halla en una caja de caudales Rudy Meyer, de color verde, con tres recuadros fileteados en su portón con timoncillo de cierre, a temperatura estable, en una planta alta de la Biblioteca Nacional. Tiene 800 años y sufrió mucho con el ácido gálico que le fue aplicado para enlucir su lectura, dificultada por la senectud de su pergamino y trazo. Pero ahí continúa, resistiendo el embate del tiempo, de la física y de la química también. La lengua castellana tiene en él uno de sus hitos, como también ancla su origen en los códices de los llamados beatos, de Ávila o de Liébana.

Este tipo de códices así llamado, explica el historiador Francisco Marín Perellón, llegó a manos de importantes coleccionistas privados como Francisco de Zabalburu, tras las primeras desamortizaciones de bienes eclesiásticos, mediado el siglo XIX. Abades y abadesas vendieron al mejor postor sus fondos bibliográficos, sus bibliotecas y manuscritos heredados de la paciencia observada por sus antecesores desde la Edad Media. Pujaron por ellos próceres millonarios y se los quedaron.

El Archivo de Protocolos, de la calle de Alberto Bosch, es todo él un documento notarial. Hasta la menor transacción civil, inmobiliaria o edilicia, acreditada en Madrid por un oficial escribano desde el siglo XVI hasta el XX, consta ahí, mimadamente conservada. En sus anaqueles cabe hallar desde la carta de limpieza de sangre de Rodrigo, padre de Miguel de Cervantes, hasta la venta de una casa por Félix Lope de Vega.

La mera contemplación de sus ampulosas y barrocas rúbricas, expresión final de la savia surgida del temblor mismo de las manos que escribieran tan sublimes gestas literarias, es un acontecimiento emocionante para bibliófilos e investigadores. Alguno ha llegado a enfermar.

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El Archivo Histórico Nacional guarda en su sección de Diversos la correspondencia entre Felipe II y su secretario Mateo Vázquez, o las cartas de recomendación de Ana de Mendoza, Princesa de Éboli, tuerta y amante del consejero regio y felón Antonio Pérez, son otras de las joyas allí conservadas.

Aunque la alhaja más preciada de sus autógrafos es, según algunos, un trazo escrito por Juana de Arco, la soldado mártir canonizada siglos después de morir en la hoguera en Rouen (Francia), en 1431, a los 19 años. Su grafía es delicadamente singular, Jehanne, escribió la mártir, cuya vida permaneció en el analfabetismo, al decir de algunos cronistas de la época. El documento, como los 1972 más que alberga este archivo, procede de la colección Alonso Sanjurjo, una de las más completas acuñada en el siglo XIX por su mentor y adquirida a este coleccionista por el Estado.

Resulta emocionante descubrir en el Archivo del Palacio Real, que Patrimonio Nacional atesora, las firmas, con trazos de caligrafía persa, del rey Juan de Aragón y de Navarra; la de Enrique III El Doliente, rey de Castilla; o la del misterioso Carlos, Príncipe de Viana; la bellísima rúbrica de Blanca de Navarra, de trazo doble o la tan potente surgida del puño de Fernando el Católico, que se conserva en una sección de facsímiles de "Firmas de Reyes, Príncipes e Infantes", como reza su rótulo con una indicación: "Siglo XV".

Juan Sebastián Elcano, Luis de Góngora, Francisco Sabatini, coronel constructor de la puerta de Alcalá, Luciano Bonaparte, Leandro Fernández Moratín, Francisco de Goya, Juan Martín Díez, El Empecinado, lord Byron, Arthur Schopenhauer, Henrik Heine, Eugene Delacroix, Federico Chopin, J. W. Goethe, Ludwig van Beethoven, Tomás Alva Edison... Son algunas de las personas de nombradía cuyas rúbricas tienen por aposento archivos y bibliotecas de Madrid.

A juicio del historiador Marín Perellón, "algunos documentos manuscritos generan sorpresas gratas". Es el caso de una carta de un padre a su hija, en la que le pregunta si le han llegado los dulces y le pide noticias sobre un tal criado. "Al final del texto, el corresponsal se despide de su hija de la manera siguiente: 'Tu padre el Rey'". Se trata de una carta de Felipe III a su hija Ana de Austria, esposa de Luis XIII de Francia y nuera de Catalina de Médicis. Las tres firmas se encuentran en Madrid.

El monasterio de San Lorenzo de El Escorial es otro de los grandes depósitos de autografías excelsas. Asimismo, los planos que atesora constituyen un patrimonio gráfico de un valor incalculable. También en la villa sotomontana escurialense, una residencia de frailes conserva un manuscrito de la Summa teológica firmado por Tomás de Aquino, descollante filósofo medieval.

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