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Columna
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El barreño del chino

Veinticinco de diciembre, diez y media de la noche. La resaca navideña y la lluvia torrencial desolaban las calles. Pocos momentos pueden ser más inoportunos para sufrir una avería o un percance. Aquel día y a esa hora una gotera provocada por la tromba pasó a manifestarse en chorro amenazando con anegar mi casa. Si aquel Ricardo III de Shakespeare se declaró dispuesto a cambiar su reino por un caballo, yo aquella noche lo hubiera dado todo por cualquier recipiente capaz de contener el agua que convertía mi casa en un fangal.

Fue entonces cuando me sugirieron que buscara un chino. Chino o sueco, no podía imaginar que un día como aquel y en aquella noche perra alguien tuviera abierta la tienda para venderme un barreño, pero estaba desesperado y tenía que intentarlo. En la calle todo estaba cerrado a cal y canto y la única señal de vida era la de un pequeño local que vislumbré a lo lejos con el luminoso encendido.

Son refractarios a las normas administrativas, pero van adaptándose a los usos occidentales

Aunque la lluvia arreciaba allí fui y pronto acerté a leer el cartel de "Frutos Secos" junto a unos caracteres chinos que tampoco parecían ofertar barreños. No necesitaba almendras o panchitos, ni tenía cuerpo para chuches, a pesar de lo cual entré más por darme una tregua del chaparrón que por la esperanza de encontrar lo que buscaba. Era una tienda chiquita atendida por un chaval de unos 20 años con rasgos asiáticos. Cometí la estupidez de dirigirme a él elevando el tono de voz y vocalizando mientras agitaba las manos para hacerme entender explicando lo que necesitaba.

Qué sensación de ridículo la mía cuando aquel muchacho me preguntó en un castellano perfecto que si buscaba un barreño. Abatido por el bochorno afirmé con la cabeza, temiendo que se descojonara por mi forma de hablar y por pedir aquello en un comercio de alimentación. También erré. Aquel dependiente no sólo fue correcto y educado, sino que me pidió que le siguiera. Recorrimos unos metros de estantes y allí aparecieron. No uno, sino hasta tres tipos de barreños, entre los que destacaba uno rojo grandote que parecía diseñado para mí. Casi se me saltan las lágrimas. Cuando el chaval de los ojos rasgados me dijo que el barreño costaba tres cochinos euros la emoción fue aún mayor. Estaba claro que ese muchacho no se haría rico con mi dinero, pero allí estaba para ganar un euro donde y cuando nadie quería.

Aquel episodio de Navidad constituye la fábula perfecta que explica el avance de la llamada invasión china y el secreto de su prosperidad.

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En Madrid hay más de 40.000 chinos con una edad media que no llega a los 30 años. La inmensa mayoría forman parte de núcleos familiares y muchos de ellos nacieron ya en España. Son tremendamente currantes y a pesar de lo que se dice no tienen alma de esclavos. En cuanto ahorran un poco ponen su propio negocio, hasta el punto de constituir el colectivo extranjero con mayor porcentaje de empresarios. Es verdad que a veces son algo refractarios a las normas administrativas, pero incluso en eso van adaptándose a los usos occidentales. También en la imagen.

Cada vez son más las tiendas de ropa regentadas por chinos cuyo look no desmerecería ni en la milla de oro del barrio de Salamanca. Saben hacer negocios y parecen aguantar la crisis mejor que nadie. En el polígono Cobo Calleja, el segundo en importancia de la región y donde el 70% de las empresas son de ciudadanos chinos, la actividad económica apenas se ha reducido. Son duros de pelar y creo que en lugar de criticarlos tanto deberíamos aprender algo de ellos.

A mí tampoco me gusta ver barrios como el del Rastro lleno de tiendas de chinos, pero es mejor que ver locales vacíos. Si ellos pueden, los demás pueden. Sólo hay que tener espíritu emprendedor y el afán de producir o vender aquello que alguien necesita comprar. Y hacerlo con tenacidad donde sea y cuando sea. Aunque sea un barreño en una lluviosa noche de Navidad.

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