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Columna
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El buen inmigrante

Los buenos inmigrantes sólo vienen cuando les llaman y se van cuando les dicen que se vayan. Los buenos inmigrantes viven en pisos amplios y bien ventilados con más de 20 metros cuadrados por persona y nunca dejan pernoctar en ellos a otros inmigrantes que no sean familiares en primer grado; si sus cuñados, sus primos o sus amigos tienen que dormir en la calle o hacinarse en pisos patera, qué le vamos a hacer; en todo caso, si uno quiere aspirar al título de inmigrante modelo debe denunciar a los irregulares al Ayuntamiento para que no empañen su buena imagen ni escandalicen con su promiscuidad a los vecinos nativos de su escalera. Los buenos inmigrantes nunca aspirarían a un puesto de trabajo que no hubiera sido rechazado anteriormente por trabajadores españoles. Los buenos inmigrantes aceptarán con entusiasmo los contratos, subcontratos e infracontratos basura, pero nunca trabajarán sin papeles, esos papeles que sólo les darán si han firmado un contrato de trabajo legal. Los buenos inmigrantes nunca formarían guetos en las ciudades de acogida y procurarían reinsertarse en vecindarios locales siempre que contaran con la aprobación de los miembros de la comunidad. Los buenos inmigrantes tratarían por todos los medios de integrarse, abandonando cuanto antes sus costumbres tradicionales y exóticas y absorbiendo la rica cultura del país receptor. Los buenos inmigrantes nunca montarían negocios propios para no competir con los pequeños comerciantes locales, ni locutorios que favorezcan la comunicación o el envío de remesas de dinero a sus familiares, ni tiendas de productos exóticos que les recuerden sus países de origen a los que regresarán calladamente en cuanto finalicen sus compromisos laborales. Los buenos inmigrantes nunca se reunirán en corrillos callejeros para no alarmar a sus vecinos y hacerles sentirse incómodos, saldrán a la calle de uno en uno, o de dos en dos, y sólo cuando sea imprescindible, de ahí la necesidad de que vivan en pisos espaciosos. Los buenos inmigrantes nunca tratarían de empadronarse en lugares donde no son bien recibidos, como Vic o Torrejón de Ardoz. Los buenos inmigrantes...

Me está saliendo un catecismo que seguramente enviaré al alcalde de Torrejón

Pensaba escribir un decálogo de mandamientos para la inmigración y me está saliendo un catecismo, un folleto que, una vez traducido en preguntas y respuestas, seguramente enviaré a Pedro Rollán, alcalde de Torrejón y apasionado redactor de panfletos. Del prólogo y de la financiación podría encargarse la presidenta Aguirre. Aprovecharé el envío del catecismo para sugerirle al insumiso edil una idea más, adaptada de una iniciativa que estudian desde hace algún tiempo algunos nacionalistas catalanes, la del carné de inmigrante por puntos: a más integración, más puntos. Puntos que darían derecho, se supone, a entrar en el sorteo de puestos de trabajo, plazas escolares y entradas para espectáculos de folclor autóctono. Una iniciativa interesante pero insuficiente: el carné autonómico madrileño debería restar puntos, no repartir regalos, que se lo ponen muy fácil. Vivir hacinado, seguir hablando en lengua extranjera o en jerga incomprensible, hacer chapuzas a domicilio hasta que vuelvan los contratos de la construcción o la hostelería, tratar de empadronarse para recibir prestaciones médicas y educativas con visado de turista, vestirse con trajes típicos o celebrar fiestas extrañas... Los pecados del mal inmigrante darían lugar a otro catecismo y carezco de espacio para explayarme, pero creo que la buenísima idea del carné de integración debería beneficiar a otros colectivos, no sólo al de la inmigración. La implantación de un carné de identidad por puntos para todos los ciudadanos serviría para solucionar o al menos paliar algunos problemas de nuestra convivencia. No voy a aburrirles con otro boceto catequístico, así que pasaré a las conclusiones:

La acumulación de pequeños delitos y faltas, al margen de sus consecuencias penales, iría restando los puntos correspondientes. No reciclar las basuras, fumar en lugares no permitidos o escupir en la vía pública serían objeto de sanción, de manera que los reincidentes verían en peligro su propia identidad. Un ciudadano despuntado sería borrado de censos y padrones y despojado de todos esos derechos de los que tanto abusó. No figuraría en las listas del paro, ni tendría derecho a atención médica, prestación social o pensión alguna. Un ciudadano que pierda su carné de identidad por puntos dejará de existir a efectos legales y será condenado al ostracismo de por vida, a no ser que se someta a un duro y prolongado cursillo de reinserción, cuyos contenidos me dispongo a desarrollar. Cuente conmigo, señor Rollán.

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