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Columna
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La casa de la fotógrafa

Vicente Molina Foix

Un día pasé casi diez horas en casa de Annie Leibovitz, pero ella seguramente no lo sabe. Fue un día muy preciso, que recuerdo bien: el 17 de enero del año 2005. Tres semanas antes había muerto en Nueva York su amante y compañera de tantas aventuras Susan Sontag, y el hijo de ésta, David Rieff, en un delicado gesto de homenaje a su madre, culturalmente muy afrancesada, dispuso, superando numerosas dificultades y costes, que Sontag fuese enterrada en París, y además en el cementerio de Montparnasse, donde, entre otras figuras admiradas por ella, yacen Baudelaire y Samuel Beckett. Traté de cerca, de manera intermitente pero sostenida a lo largo de más de treinta años, a la escritora, a quien acompañé, con el propio David y otros amigos y groupies, a Oviedo cuando fue galardonada con el premio Príncipe de Asturias. Después nos volvimos a encontrar en Barcelona, pasado algo más de una semana, para sostener, ante el entonces redactor-jefe de la revista literaria Letras Libres Jordi Doce (que se ocupó de organizarlo y editarlo), un diálogo sobre literatura y cine. No llegamos a las manos, pero los desacuerdos, sobre todo sobre ciertos cineastas norteamericanos -que ella menospreciaba sistemáticamente- y europeos del Este -a mi modo de ver absurdamente sobrevalorados- rozaron la invectiva (suavizada elegantemente por Doce en la transcripción que se publicó), todo ello en un espíritu de camaradería polémica en el que, la tantas veces generosa Sontag, se movía a sus anchas. Al morir, su hijo me mandó, como a otros amigos, un recuerdo (o keepsake) de su madre, y me invitó a asistir al acto fúnebre en París, en un mediodía plomizo y gélido.

Leibovitz era la anfitriona discreta y en muchos momentos retirada
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Allí estaban, en un conjunto de no más de 50 personas, ex-amantes de la autora de Contra la interpretación, escritores como Rushdie y McEwan, su editor en Alfaguara Juan Cruz, su traductor al español y -junto a su propia esposa, la editora Valerie Miles- amigo Aurelio Major, y otros que, como Bob Wilson, habían trabajado con ella. Tras la escueta pero emocionante ceremonia, con una pequeña pieza de Debussy y textos de varios autores seleccionados por Rieff y dichos por Isabelle Huppert (en francés) y Fiona Shaw (en inglés), Annie Leibovitz, que siguió el entierro, como todos los demás asistentes, de pie y bajo un cielo que prometía lluvia, abría su casa cercana al Sena, en la zona de Saint-Michel, para la tradicional fiesta funeral de los anglosajones.

La fotógrafa era la anfitriona discreta y en muchos momentos retirada, pero había dispuesto los cuatro pisos de su impresionante mansión parisina como un itinerario en imágenes de la vida de su íntima compañera; fotos de la Sontag adolescente, hermosa e indómita, de la intelectual con un atuendo levemente existencialista que conocimos en las solapas de sus libros sus lectores de los años 60 y 70, de la viajera y activista política, y de la mujer que, reiteradamente golpeada por la enfermedad, fue perdiendo sus good looks pero no su atractivo ni su acusada personalidad. Leibovitz, que tanto la fotografió en sus años de relación de pareja, tuvo además la elegancia de elegir preferentemente para aquella ocasión fotos que otros artistas (algunos de renombre) le habían sacado a Susan. De las tres hijas que la fotógrafa, cumplidos ya los 50, ha ido teniendo, sólo la mayor, entonces una niña de poco más de tres años, andaba subiendo y bajando las escaleras de la casa, con un signo de vitalidad traviesa ajeno a la desdicha de los allí reunidos.

En la estupenda (y muy concurrida; a ciertas horas se forman colas en la acera) exposición de la obra fotográfica de Annie Leibovitz que ahora se presenta en las salas de la Comunidad de Madrid (en Alcalá, 31) están sus tres niñas en diversas fases de crecimiento, su madre, su padre y su hermano (en una descarada foto con los torsos desnudos), y está Susan Sontag, la viva y la muerta. Aunque no está colgado en las paredes todo el proceso registrado con su cámara de la agonía terrible y muerte de la escritora, consumida y desfigurada por los tratamientos que se empeñó en seguir hasta el final, sí se ve su cuerpo apenas amortajado y momificado. Vemos así la base doméstica que tanta enjundia le da al mundo de Leibovitz, y su enorme talento para el retrato, el único género, a mi juicio, en el que se puede comparar a los grandes (aunque hay un misterioso paisaje nocturno, animado por la presencia de Bob Wilson con una gran bombilla en la mano, que es extraordinario, de lo mejor de la muestra). Algunas fotos expuestas son célebres, claro: Demi Moore desvestida y embarazada, Brad Pitt lánguido y atractivo, Leonardo di Caprio con el echarpe de un ganso vivo en su cuello, y quizá el más memorable, Robert de Niro sentado con un gabán en un espacio que parece el teatro de su memoria teatral vaciado para la pose. Y como ha de ser, Leibovitz es igual de veraz, de impecable, de implacable, cuando retrata a chicos guapos, a fashion victims, a drag queens, a generales del ejército y hasta a indeseables: su foto de Bush Jr. arropado por su funesto equipo presidencial podría ser la instantánea de un tiempo felizmente perdido.

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